Durante mucho tiempo, se ha sostenido desde los sectores más tradicionales de la Iglesia, que el llamado "diálogo ecuménico", iniciado a expensas del proteico "espíritu" del Concilio Vaticano II, era una utopía o, tal vez, una condenable apostasía genérica. Desde luego, las respuestas del sector progresista y el de aquellos que, ingenuamente, quisieron creer que una obra de hombres podía dar mayor gloria a la Iglesia que aquella que Cristo mismo, en Su acción multisecular por medio del Espíritu Santo, le había dado hasta entonces, resultó ser, dentro de su natural variedad, uniformemente descalificatoria de la afirmación tradicionalista, o integrista, o cómo quiera Ud. llamarla.
Sin embargo, la reciente declaración de la Santa Sede a propósito de la visita a Roma del arzobispo anglicano de Canterbury, primado de Inglaterra, no ofrece resquicio alguno a la duda: El ecumenismo, tal cual se entendió hasta ahora desde el Concilio, no es viable, por que las diferencias teológicas, doctrinales y morales se han hecho insalvables. Si conferimos la debida importancia al hecho de que esta declaración ha sido realizada con relación a una agrupación religiosa que siempre gozó del status de mayor semejanza con la Iglesia católica, se echará de ver inmediatamente qué suerte cabe a las restantes denominaciones protestantes, o reformadas en general, que aún siguen en lista de espera para un "acuerdo ecuménico" que, en vistas del presente ataque de realismo, sabemos que no llegará jamás, puesto que sus diferencias con Roma son aún mayores.
El ecumenismo auténtico, como el que sostenía Pío XI, es la conversión a la Iglesia verdadera, para cuyo allanamiento todo esfuerzo es lícito, como que la ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas, MENOS la renuncia la identidad propia, que es como querer renunciar a la Cabeza, que es Cristo mismo en Persona, es decir, renunciar a Aquél que es la fuente, razón, medida y causa misma de toda conversión.
Su Santidad peca de excesivo realismo cuando examina estas cuestiones que, en sus tiempos juveniles, lo han tenido por decisivo partidario; pero Benedicto XVI, siendo parecido a Joseph Ratzinger, es más que este último perito conciliar, puesto que ve más lejos, sabe más, ha vivido muchísimo más y posee intacta la honradez intelectual de un niño. ¡Dios lo guarde!
Pero ahora y dentro de este espíritu de coherencia que parecería revivificar la Iglesia, toca también desempolvar las casi cuarentonas reformas que, en obsequio de esta utopía tan fantástica, tanto dolor, segregación, apatías y abusos han generado en la Iglesia, comenzando por la Santa Misa. El cardenal Arinze, prefecto del dicasterio encargado del asunto, ya ha dado los primeros pasos en ese sentido; y, se asegura, están dados los primeros pasos para obtener en breve plazo un NOVUS ORDO más conforme con el Concilio (que ordenó mantener el latín y la Liturgia tradicional) y con la Tradición, comenzando a cerrarse este negro capítulo en la vida de la Fe, que ha sido el llamado "tiempo postconciliar", cualquiera sea su significado, y que se ha caracterizado por 40 años de abandono de la Fe verdadera.
Sin embargo, la reciente declaración de la Santa Sede a propósito de la visita a Roma del arzobispo anglicano de Canterbury, primado de Inglaterra, no ofrece resquicio alguno a la duda: El ecumenismo, tal cual se entendió hasta ahora desde el Concilio, no es viable, por que las diferencias teológicas, doctrinales y morales se han hecho insalvables. Si conferimos la debida importancia al hecho de que esta declaración ha sido realizada con relación a una agrupación religiosa que siempre gozó del status de mayor semejanza con la Iglesia católica, se echará de ver inmediatamente qué suerte cabe a las restantes denominaciones protestantes, o reformadas en general, que aún siguen en lista de espera para un "acuerdo ecuménico" que, en vistas del presente ataque de realismo, sabemos que no llegará jamás, puesto que sus diferencias con Roma son aún mayores.
El ecumenismo auténtico, como el que sostenía Pío XI, es la conversión a la Iglesia verdadera, para cuyo allanamiento todo esfuerzo es lícito, como que la ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas, MENOS la renuncia la identidad propia, que es como querer renunciar a la Cabeza, que es Cristo mismo en Persona, es decir, renunciar a Aquél que es la fuente, razón, medida y causa misma de toda conversión.
Su Santidad peca de excesivo realismo cuando examina estas cuestiones que, en sus tiempos juveniles, lo han tenido por decisivo partidario; pero Benedicto XVI, siendo parecido a Joseph Ratzinger, es más que este último perito conciliar, puesto que ve más lejos, sabe más, ha vivido muchísimo más y posee intacta la honradez intelectual de un niño. ¡Dios lo guarde!
Pero ahora y dentro de este espíritu de coherencia que parecería revivificar la Iglesia, toca también desempolvar las casi cuarentonas reformas que, en obsequio de esta utopía tan fantástica, tanto dolor, segregación, apatías y abusos han generado en la Iglesia, comenzando por la Santa Misa. El cardenal Arinze, prefecto del dicasterio encargado del asunto, ya ha dado los primeros pasos en ese sentido; y, se asegura, están dados los primeros pasos para obtener en breve plazo un NOVUS ORDO más conforme con el Concilio (que ordenó mantener el latín y la Liturgia tradicional) y con la Tradición, comenzando a cerrarse este negro capítulo en la vida de la Fe, que ha sido el llamado "tiempo postconciliar", cualquiera sea su significado, y que se ha caracterizado por 40 años de abandono de la Fe verdadera.
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