E SABE que hoy coexisten en la Iglesia Católica, sin propiamente convivir, dos teologías que, acaso por el peso del inmenso prestigio del Papado romano, no han degenerado aún en dos “Iglesias” contrapuestas. Una, es la de la Iglesia tradicional, la de siempre, la de la Promesa y, por consiguiente, el Cuerpo Místico de Cristo, y que incluye a la Iglesia triunfante y la Iglesia Purgante y tiene al Papa por cabeza visible.
La otra es la Iglesia progresista, que ha roto las amarras con la Tradición, con la Cruz, con el Sacrificio, con los santos, con el Purgatorio, con el infierno (pues sí, la Iglesia también tiene un lazo con el infierno, aunque sea negativo), con el concepto tradicional de Vida Eterna, con la Parusía y con todo aquello que le recuerde su pertenencia al Cuerpo Místico del que Cristo es la cabeza y el Espíritu Santo el alma.
Las actuales circunstancias han acercado peligrosamente al Romano Pontífice a la situación de tener que elegir una de ambas por que, como era previsible, la segunda teología, la progresista, no necesita un Papado, ni un Papa, al cual ve como un lastre a su resuelto camino de secularización y, por consecuencia, no reconoce en la soberanía petrina lo que ella es, una potestad vicaria de Cristo, sino como una mera prelatura de honor que se ha convertido, por arte del birlibirloque, en la mera “vicaría de Pedro”.
La definición dogmática del Concilio Vaticano I sobre la infalibilidad papal en materia de doctrina atinente a la fe y las costumbres, dejó abierta esta llaga sin posibilidad de, acaso, cerrarse alguna vez, por que supuso la irreformable necesidad, no tanto de la existencia del Papado en sí, sino la afirmación de una autoridad magistral única e infalible, como consecuencia de la admisión expresa de un principio teológico superior a la infalibilidad
institucional, que sería meramente instrumental, y que tiene que ver con la inerrancia e integridad de toda la Revelación, por causa de la Perfección Divina que la ha dado, que la ha hecho conocer al hombre sin error ni mácula alguna y que así mismo, la mantiene. La Segunda Carta de San Pedro lo expresa con absoluta precisión y claridad:
«Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios. Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre sí una rápida destrucción. Muchos seguirán su libertinaje y, por causa de ellos, el Camino de la verdad será difamado. Traficarán con vosotros por codicia, con palabras artificiosas; desde hace tiempo su condenación no está ociosa, ni su perdición dormida...»
Una doctrina única, perenne y nada “móvil”, era exactamente lo contrario al sentido mismo del “progresismo”, en el fondo una especie de gnosis de mala cuna, que se iría “perfeccionando” en el tiempo, hasta concluir con la deificación del hombre ... por sí mismo.
La contestación, el desacato, la desobediencia y la más pedestre irreverencia han reemplazado ya hasta las buenas maneras, por que, como decimos, existe una “teología” paralela que ha resuelto prescindir de la roca en la cual se apoya y de la cual bebe su vital licor, y deste modo cesar a Pedro, vicario de JesusCristo.
El Papado, para subsistir —y no decimos esto con un alcance meramente humano o político, sino sobrenatural: para poder mantener Pedro el depóstio que Dios mismo le ha confiado— deberá recurrir a todos aquellos que todavía creen en su sobrenatural investidura y su condición de “dulce Cristo en la Tierra”, puesto que es la Fe, y la Fe verdadera, lo que justifica en primerísimo lugar.
Por lo tanto, el Papado deberá iniciar cuanto antes la Contrarreforma católica que deje intacta la Iglesia después del creciente cisma de 40 años ¡40 años de andar rondando por el desierto, sin rumbo alguno! y cuya profanación de todo lo sagrado no se ha detenido ni ante el Sagrario mismo.
Muchos escritores tradicionales piensan que el esperado acto jurídico liberando la Misa Tridentina o Tradicional, no será más que un modesto comienzo de la contrarreforma; creemos en cambio, que será imposible para Su Santidad dar curso a esta generosa iniciativa (cuanto menos para él, que tiene una formación progresista previa, pero un grande y honrado corazón) sin caer acaso en un mal previsible e inevitable, como sería la desintegración de buena parte de la Iglesia por una suerte de
esquizofrenia doctrinal latente, que se hará entonces patente y por lo cual se verá forzado a afrontar una restauración total del orden tradicional, desechando por concomitancia todo aquello que puso a la Iglesia en la presente situación de postración casi total; y corriendo el riesgo, si no lo hace, de permitir que el propio Papado se venga abajo; y con él, toda la Iglesia visible.
El cardenal Daneels, uno de los líderes progresistas más acreditados, ha dicho que no le parece tan temible la restauración de la Misa Tradicional, a la cual él ve como una “locomotora”, cuanto “a los vagones que vienen detrás”, que es la doctrina tradicional restaurada en todo su esplendor de Verdad incorruptible (como recuerda el Príncipe de los Apóstoles en la misma Carta); plenitud y vigor encolumnada tras del Santo Sacrificio de la Misa, aludiendo elípticamente el cardenal Daneels a la infalible eficacia del principio
lex orandi, lex credendi, que en la Iglesia no falla jamás. Los progresistas van mucho más lejos que los católicos respetuosos y amantes de la Tradición, al aceptar explícitamente que han creado una nueva teología, o acaso una nueva Iglesia, no tanto a partir de los anfibológicos términos de los documentos del Concilio Vaticano II, sino del Novus Ordo litúrgico del Papa Paulo VI, que lograran imponer en base a un supuestamente proteico
“espíritu” del Concilio (al cual Benedicto XVI aludió con certera caracterización como una
hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura), aunque no en total concordancia con él; aceptan, así, que la nueva Misa, no obstante su indiscutible validez objetiva, constituye un acto latréutico creado por el hombre, mas no es lo dado por Dios mismo, cuyo es, el “secreto” de la eficacia satisfactiva sobrenatural de la Liturgia católica tradicional. En síntesis, aceptan que la nueva Liturgia es grata a los hombres, pero se muestran indiferentes al hecho de que tal vez no lo sea a los ojos de Dios, por que el Dios de ellos no es necesariamente Trinitario, ni semejante al Dios revelado de la Biblia, sino un dios a medida humana que está en todas las cosas que ascienden
en el tiempo o en la Historia hacia su divinización, al estilo Rahner; y que por lógica consecuencia, no pediría al hombre que conservase lo que Él, en su Divina Misericordia, ha dado gratuitamente como instrumento latréutico eficaz.
Cada cosa, por el mismo medio que ha sido hecha, es reparada; como la casa —nos recuerda el Angélico, en
“De rationibus fidei”, cap. V—
que cuando se derrumba, es reparada por la misma forma de arte por la cual fue construida.
Si la Iglesia ha ido desarrollánodose en lo puramente humano (difícilmente escindible de lo sobrenatural, es cierto) en torno a la Misa y la Presencia Real, del mismo modo deberá restaurarse. No hay nada humano que pueda reemplazar ese material de reconstrucción. Si por añadidura, consta que el Papado romano ha sido desde el momento de la Ascensión la garantía de unidad de gobierno y régimen, y la potestad sacramental y magistral por antonomasia, no podría sostenerse seriamente que las modernas teologías, ni las reuniones, ni los entusiastas macaneadores de mesianismos al contado, o los marketineros de la complaciente religión
“catostante”, podrían restablecer aquello cuya existencia tan poco les debe.
Por fe, sabemos que no será posible jamás que la Iglesia se pierda; de manera tal que la elección que deba realizar Su Santidad será por fuerza afín, como una necesidad, con la Promesa de indefectibilidad dada por Cristo a Su Cuerpo Místico, de la cual garantía el Papado es, por sí mismo, una clave esencial, aquel mismo material roqueño sobre lo cual fué hecha. Nadie podría derogar el Papado, ni discutirle su Oficio Santo, ni recibirle a Pedro la restitución del depósito cuya custodia le ha sido confiada, salvo Cristo mismo, Quien la ha fundado, y establecido el depósito por los siglos; y nunca hombre alguno. Ni siquiera el Papa.