Su Santidad Benedicto XVI ha resuelto reponer, en general, las normas que regían tradicionalmente el Cónclave electivo del Romano Pontífice, acudiendo a la forma de un inesperado motu proprio denominado DE ALIQUIBUS MUTATIONIBUS; por lo cual, a partir de ahora, volverá a ser preciso que la elección del pontífice cuente siempre con el voto afirmativo de los dos tercios de los cardenales presentes, cualquiera que haya sido el tiempo empleado para ello y sin que sirvan de pretexto para reducir o prescindir de esa mayoría calificada, las votaciones precedentes sin acuerdo, como era hasta hoy por disposición innovatoria promulgada por S. S. Juan Pablo II.
los videntes de La Salette
Aunque no deja de ser un verdadero alivio este retorno a la Tradición que, de hecho, no permitirá que minorías audaces manejen un Cónclave, como podría haber sido con el régimen vigente hasta ahora, es sorprendente que el Papa, quien a pesar de sus muchos años de edad recién estrena —como quien diría— su Pontificado, se ocupe de cuestión humanamente tan alejada del pensamiento general y del futuro que, juiciosamente, pudiera considerarse inmediato. Será, acaso, que se teme, ante el estado de virtual cisma proveniente del sector progresista y siguiéndose las pisadas de algunas profecías de Nuestra Señora en La Salette, que la Iglesia deba volver a soportar —aunque ahora por última vez— la elección de dos Papas, uno falso y otro verdadero, como resultado de un Cónclave dividido y, sobre todo, irreconciliable.
Pero lo más llamativo es que la publicación viene acompañando, casi al paso, el anuncio más formal que haya existido hasta ahora, sobre el desembargo de la Misa Tradicional.
¿Verá el Papa en este hecho, ahora indispensable para la verdadera restauración de la Iglesia —sumida en las soledades del sepulcro— el principio del fin de su gobierno pontificio o el comienzo de un grave cisma, o ambas cosas? Un excelente artículo de Panorama Católico, en el cual se repasan los comentarios de la red que ha generado esta decisión, y el estado de insubordinación general, haría creer que es así; a lo menos, respecto del estado cismático en que se encontraría la Iglesia católica, por obra de los obispos constestarios de la autoridad petrina. Es esta la comprensión que se da al recentísimo acto de S. S. de entregar a 30 obispos de todo el mundo, copias del inminente Motu Propio sobre la unidad del Rito Romano, que incluye a partir de ahora, las formas imperantes hasta 1962 junto a las de 1969, como facultativas para cada sacerdote, y exigible cuando se reuna cierta cantidad de fieles que lo pidan.
La incógnita es, pues, el nexo entre estos dos motuproprios, y qué consecuencias no deseadas pretende enjugar Su Santidad con las previsiones sobre el Cónclave.
Lo que es evidente es que la Santa Misa —como no podía ser de otra forma, pues se trata en definitiva de Cristo mismo— es la piedra del escándalo, del tropiezo, de este pontificado en sus relaciones con la autodenominada Iglesia postconcliar. La creciente protestantización de la jerarquía, en el sentido de considerarse a sí misma, como conjunto o colegio, como una instancia superior al Sumo Pontífice —hipótesis condenada con censura automática en la ley canónica, cánon 1372— va ganando posiciones en la Iglesia, y toma connotación ante cada acto pontificio que enderece la Liturgia, la Doctrina o las prácticas pastorales erradas, tal como demuestran los hechos de la reciente Conferencia continental de Aparecida, Brasil.
Porque se han llevado el Cuerpo de Mi Señor
Sin embargo, y si nuestro conocimiento de la personalidad del Vicario de Cristo no falla, Benedicto XVI no es un hombre de naturaleza negociadora, pues une una rara reciedumbre de carácter a una convicción profunda sobre su misión en la tierra. No quiere esto decir que no oirá paternalmente, o que no tratará con toda delicadeza, a los disidentes que salgan a su paso; más bien, supone que distinguirá siempre entre desobediencia y desobedientes, inclinándose por reprimir lo primero y condescender con los segundos.
La división y la opresión, han sido siempre un castigo de Dios a la infelidad; y la primera víctima es Pedro, signo terrenal de la unidad de la Iglesia. Pidámosle por el Papa a Nuestra Señora, Madre de la Iglesia; y él hará lo que Dios quiera.