Actualmente, el 20 de noviembre pugna por sobrevivir para recordarnos una acción valerosa en la que –con lo que se tenía a mano y sin especulaciones– se defendió el suelo propio para preservar nuestra soberanía.
Acosada por las potencias del mundo de entonces, se la quería atropellar y, en ese intento, avanzar sobre lo que era mucho más que una extensión territorial. La Argentina, que buscaba consolidarse, era el sustento de firmes creencias heredadas que debían afianzarse en resguardo de un legado inmenso, incluso para los tiempos venideros y las generaciones siguientes. Aún cuando, desde adentro, algunos preferían renegar de tales bienes deslumbrados por las promesas del enemigo.
Acosada por las potencias del mundo de entonces, se la quería atropellar y, en ese intento, avanzar sobre lo que era mucho más que una extensión territorial. La Argentina, que buscaba consolidarse, era el sustento de firmes creencias heredadas que debían afianzarse en resguardo de un legado inmenso, incluso para los tiempos venideros y las generaciones siguientes. Aún cuando, desde adentro, algunos preferían renegar de tales bienes deslumbrados por las promesas del enemigo.
Por esa razón se recuerda el combate que, en 1845, libró ese reducido grupo de criollos apenas dotado de unos pocos cañones, pero con el ingenio de atravesar el río con cadenas para dificultar el paso de una formidable flota y con la convicción que da el saber lo que está en juego; y porque también había claridad de miras en quien los conducía.
Entonces, la Vuelta de Obligado quedó para siempre como símbolo claro de la importancia de combatir por lo esencial y genuinamente propio, más allá de lo imbatibles que puedan parecer quienes quieren avasallarlo.
Las cadenas no fueron materialmente suficientes para detener el avance de los veinte navíos de guerra y los noventa mercantes. Fueron, en cambio, lo suficientemente resistentes como para demostrar hasta qué punto había empeño por resguardar la soberanía. Esa que pretendían quebrar y doblegar los que –creyéndose invencibles– habían puesto su ahínco en tratar de imponer por la fuerza el dominio de una política regida por una fe falsa y apoyada en el poder del comercio y el dinero.
Las cadenas no fueron materialmente suficientes para detener el avance de los veinte navíos de guerra y los noventa mercantes. Fueron, en cambio, lo suficientemente resistentes como para demostrar hasta qué punto había empeño por resguardar la soberanía. Esa que pretendían quebrar y doblegar los que –creyéndose invencibles– habían puesto su ahínco en tratar de imponer por la fuerza el dominio de una política regida por una fe falsa y apoyada en el poder del comercio y el dinero.
Y, por más que los atacantes tuvieron la fuerza material para seguir su camino, supieron de su derrota real. Tanto fue así, que abandonaron su propósito al reconocer que un poder más grande había resultado victorioso y rindieron, más tarde, honores a los verdaderos vencedores.
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También estos días nos vuelven a traer a la memoria –con el fragmento del Evangelio de san Marcos que correspondió a la liturgia de ayer, domingo– que habrá tribulación y que ésta será precedida por signos verdaderamente enormes, como el oscurecimiento del sol y la caída de las estrellas.
Y tal vez no esté mal asociar –por analogía– ambos hechos para poner en su dimensión justa los asuntos de la tierra, vistos en perspectiva sobrenatural.
Cotidianamente los actuales poderosos del mundo buscan imponerse sin miramientos. Para nosotros es casi un hábito ver las imágenes de destrucción bélica que se suceden día a día. Y, con un poco menos de violencia inmediata, vemos también el avasallamiento por otros medios, como el del dinero que doblega a los más débiles, ya con la seducción ya con el aprovechamiento despiadado de su necesidad.
Pero de manera mucho más sutil, aunque más dañina aún, vemos que los poderes del mundo, con su Príncipe a la cabeza, buscan imponerse –y parecen lograrlo– con sus designios de muerte física y espiritual.
Y es entonces cuando la advertencia se hace evidente. Es preciso reconocer los signos para entender cuáles son los tiempos que se avecinan. No nos ha de preocupar el poder determinar si el día final está más próximo o más lejano. Pero sí, tener siempre presente que, aunque no lo conozcamos, Dios Padre sabe cuál es el día y la hora; para tener, así, clara conciencia de que el nuestro es un tiempo entre dos tiempos y de lo que eso significa.
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También estos días nos vuelven a traer a la memoria –con el fragmento del Evangelio de san Marcos que correspondió a la liturgia de ayer, domingo– que habrá tribulación y que ésta será precedida por signos verdaderamente enormes, como el oscurecimiento del sol y la caída de las estrellas.
Y tal vez no esté mal asociar –por analogía– ambos hechos para poner en su dimensión justa los asuntos de la tierra, vistos en perspectiva sobrenatural.
Cotidianamente los actuales poderosos del mundo buscan imponerse sin miramientos. Para nosotros es casi un hábito ver las imágenes de destrucción bélica que se suceden día a día. Y, con un poco menos de violencia inmediata, vemos también el avasallamiento por otros medios, como el del dinero que doblega a los más débiles, ya con la seducción ya con el aprovechamiento despiadado de su necesidad.
Pero de manera mucho más sutil, aunque más dañina aún, vemos que los poderes del mundo, con su Príncipe a la cabeza, buscan imponerse –y parecen lograrlo– con sus designios de muerte física y espiritual.
Y es entonces cuando la advertencia se hace evidente. Es preciso reconocer los signos para entender cuáles son los tiempos que se avecinan. No nos ha de preocupar el poder determinar si el día final está más próximo o más lejano. Pero sí, tener siempre presente que, aunque no lo conozcamos, Dios Padre sabe cuál es el día y la hora; para tener, así, clara conciencia de que el nuestro es un tiempo entre dos tiempos y de lo que eso significa.
Porque, también, el ciclo litúrgico nos acerca ya –para que no lo olvidemos– a la fiesta grande de Cristo Rey, que vence, impera y reina. Del único Soberano cuyo reinado social se ejerce, desde su Resurrección, en todo el mundo, porque –y, precisamente– su Reino no es de este mundo.
Con esa Presencia Real, nosotros, su vasallos no tenemos más que saber que si contamos con pocas y débiles fuerzas propias para enfrentar a quienes cuentan con medios aparentemente muchísimo más grandes, no tendremos más que afirmarnos en la Esperanza que se nos ha dado de que todo pasará menos sus palabras. Y con la convicción, también regalada, de saber qué es lo que defendemos. Y con el ingenio y con el sacrificio. Y sabiendo, sobre todo, que las cadenas de nuestro esfuerzo flaco pueden quebrarse, pero seguros de que es eso lo que se nos pide en medio de la tribulación.
Por eso, mientras se combate en busca del Reino de Cristo, se ha de seguir proclamando y rogando con toda confianza, especialmente en el Adviento: Ven, Señor Jesús.
Con esa Presencia Real, nosotros, su vasallos no tenemos más que saber que si contamos con pocas y débiles fuerzas propias para enfrentar a quienes cuentan con medios aparentemente muchísimo más grandes, no tendremos más que afirmarnos en la Esperanza que se nos ha dado de que todo pasará menos sus palabras. Y con la convicción, también regalada, de saber qué es lo que defendemos. Y con el ingenio y con el sacrificio. Y sabiendo, sobre todo, que las cadenas de nuestro esfuerzo flaco pueden quebrarse, pero seguros de que es eso lo que se nos pide en medio de la tribulación.
Por eso, mientras se combate en busca del Reino de Cristo, se ha de seguir proclamando y rogando con toda confianza, especialmente en el Adviento: Ven, Señor Jesús.
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