La referencia, puramente anecdótica al presente, es útil para describir una modalidad operativa de creciente popularidad entre los episcopados, durante la segunda mitad del siglo XX y principios de este que comienza, y caracterizada por la desobediencia soterrada y, a veces, pública, a las enseñanzas e instrucciones impartidas por la Santa Sede; o mejor dicho, por el Santo Padre. Cuanto más determinante y crítica fuera la materia, mayor el grado de la desobediencia y más sutil su modalidad. Que el clero progresista no está para chiquitaje, qué embromar, en esto de poner la Iglesia cabeza abajo. Y desde luego, la Liturgia, el medio de santificación por excelencia, no es asunto para nada despreciable.
En una reciente declaración, numerosos miembros del episcopado de Francia, en franca desobediencia, han lanzado contra Roma una advertencia durísima motivada por unos insignificantes hechos locales que, ellos piensan, podrían desembocar en la restauración de la Liturgia Tradicional, o Misal de San Pío V. Haciendo a un lado el irónico, o mejor dicho, paradojal hecho de que se utilizan para sostener el Novus Ordo, con una “tradición” a cuestas menor a 35 años, contra la posible restauración de un Misal con una Tradición de más de 1.600 años, los mismos argumentos sostenidos por Monseñor Marcel Lefebvre hace 35 años para oponerse a la Reforma de 1969, pero invertidos, cabeza abajo, el hecho significa la admisión pública de una verdad mucho más patética, profunda y temible.
El peligro de este retorno –dicen ahora– es que, en realidad, una determinada Liturgia significa, o es extensión, o manifestación, de una determinada Teología; y que, por tanto, un salto atrás en la Liturgia de 1969 supondrá también un correlativo retroceso en la Teología instaurada a partir del “espíritu” del Concilio Vaticano II; traducido, este palabrerío significa, ante nada, la profesión de una doctrina verdadera: la sentencia traidicional del lex orandi, lex credendi, se cree según se reza. Para asemejarse más a monseñor Lefebvre, emplean también ellos el argumento de la unidad litúrgica, resquebrajada por la multiplicidad que amenaza el desconocido pero al parecer, temible motu proprio.
Por lo tanto, lo que queda al descubierto con este episodio, es que la reforma litúrgica de 1969 fue, en realidad, una auténtica pretensión de reforma teológica en la Iglesia de Cristo. No es novedoso para algunos, pero sí el que lo admitan obispos firmemente involucrados en el movimiento progresista.
Tanto el Nuevo Testamento como el profeta Malaquías afirman que Dios no cambia y no se mueve; la Teología, por más que pueda crecer, en el sentido de la comprensión de las cosas divinas, tampoco podría, por extensión de Su Autor primero, modificarse; no es admisible una religión que, presumiendo de verdadera, ande por ahí con una teología cambiante, pues lo propio del ser divino es la inmutabilidad, atributo que debe predicarse también de Su Revelación, si se admite, como queda dicho, su Divino origen. Repetimos: no existen teologías cambiantes verdaderas, aunque sí, crecientes en comprensión.
El Progresismo, como lo han definido San Pío X o Pio XII en las respectivas encíclicas de condena, es una neoteología relativista, naturalista, mutante y desacralizante, que requiere como es natural una liturgia apropiada –como toda fe que se precie de serlo, aunque sea falsa. Es decir: se pone todo, como dijéramos arriba, cabeza abajo.
Por eso, para cerrar este artículo, elegimos una imágen del español Zurbarán, que dice más que mil palabras, y que representa lo que muchos obispos quisieran repetir hoy en día: El nuevo martirio de Pedro.
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