lunes, 29 de junio de 2009

¡Fiesta Cívica! ... el día después

«El día después» es de ordinario el del decaimiento, la depresión y la tristeza. Se trate del ocaso del “optimismo” —ese imbécil y falso entusiasmo de creer asequible una posibilidad incierta e improbable que no debería razonablemente esperarse— de una elección política, o del final, nada glorioso y quasi vergonzoso, pero seguramente menos indecente, de una borrachera. «El día después», es el reproche de una conciencia insatisfecha con la inconsciencia de la fechoría mal urdida y peor ejecutada. Y el sabor amargo de una derrota pregustada ya en el derroche moral de una conquista efímera.

Abajo va puesto, entonces, un modesto sufragio para sobrellevar el dolor de lo presente.

Se ha esbozado la naturaleza de la política en una concepción católica. Pero ¿es posible realizar una política cristiana?

Según se insinúa (...), querer volver a una política cristiana sin el Espíritu cristiano que mueve las almas no sólo es imposible, sino que sería lo más pernicioso que pudiera acontecer a una nación y a la misma política cristiana. Sería reproducir el grave error de la Acción Francesa. Ideólogos que fabrican una política de encargo, sin metafísica, teología ni mística.

Si es así, ¿para qué, entonces, estas páginas de política cristiana? Misterio fecundo será siempre si logramos llevar a otros la convicción de que la política, tal como la quiere la Iglesia, no es posible sin Jesucristo. El es Vida, Verdad y Camino, y no hay nada, absolutamente nada, que sea en verdad humano que pueda lograr su integridad sin El. Más: todo lo humano que sin El nazca y se desarrolle caerá bajo la protección del diablo. La política, pues, la política concreta, militante, del mundo moderno, que debió ser cristiana, y por malicia del hombre no lo es, está amasada en cenizas de condenación.

Pero he aquí que este mundo se deshace. El hombre moderno había cifrado su ideal en realizar el “homo oeconomicus”, el hombre regido por sus necesidades económicas. Y creyó haber triunfado. Despliegue gigantesco de industrias, obra del hombre y para el hombre.

Pero llegamos a un punto en que el “homo oeconomicus” siente que todo en él es barro. Se deshace este mundo imbécil que pretendió ser cómodo sin Jesucristo. No que Cristo le haga cómodo, pues la Cruz es lo opuesto al “confort” de los burgueses. Pero la locura de la Cruz, al mismo tiempo que restituía al hombre a la participación sobrenatural de la vida de la Trinidad, le salvaba la integridad de su propia condición humana, hacía posible su vida en el destierro,

La Iglesia y Cristo, su cabeza, nunca han prometido más de lo que la realidad presente permite. “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Se nos prometió, es verdad, el reino de los cielos y no la comodidad de la tierra. Mas por añadidura se nos aseguraba la habitabilidad de este valle.

Los pretendidos filósofos, en cambio, los teóricos de la política liberal y socialista, nos prometieron el paraíso en la tierra y nos han dado un confortable infierno aquí abajo y la garantía del inextinguible fuego en la vida venidera.

Por fortuna para el hombre, para los auténticos derechos del Hombre, que no son otros que los derechos de Cristo —Salvador del hombre—, este mundo estúpido se deshace. En ésta su liquidación se salvarán las piedras de un mundo nuevo. Este mundo nuevo no lo elaborarán ni la economía, ni la política, ni la ciencia, ni siquiera la sabiduría metafísica. Sólo la teología, la sabiduría divina, en su realización auténtica que es la mística o sabiduría de los santos, podrá con su hálito trocar la muerte en vida. Un poderoso soplo de santidad ha de reanimar los despojos del mundo moderno.

¿Y los católicos? ¿Andaremos, mientras tanto, afanosos por tomar posiciones a la derecha, en el centro, o a la izquierda?

¿A la derecha, en el centro, o a la izquierda de quién?

Nos rodea la podredumbre, ¿y pretendemos situarnos en el centro, o a sus lados?

Dejémosles a los mundanos estos términos, y dejémosles que tomen posiciones en las filas del diablo.

¿Haremos alianza con el fascismo o con la democracia? ¿Propiciaremos las conquistas modernas del sufragio femenino? ¿Trataremos de cristianizar el liberalismo, el socialismo, la democracia, el feminismo?

Sería más saludable que nos cristianicemos nosotros mismos. Seamos católicos. Y como católico significa únicamente santo, tratemos verdaderamente de ser santos.

La santidad es vida sobrenatural. No consiste en hablar y pensar de la santidad. Es vida. Si es cierto que toma raíces en la fe, o sea en el conocimiento sobrenatural de Jesucristo, no culmina sino en la Caridad, que es el amor de Dios sobre todas las cosas y del prójimo por amor de Dios.

La vida católica, plenamente vivida en el ejercicio de la caridad, nos impondrá, por añadidura, una fisonomía católica en las manifestaciones puramente humanas de la vida: en arte, ciencia, economía y política. La sobreabundancia de la caridad dará lugar a un arte, ciencia, economía y política católicas.

Precisamente es éste el programa de la acción católica, a la que con instancias supremas nos invita el vicario de Cristo. Acción católica, no acción nuestra, no acción de los católicos como si fuesen una agrupación partidaria que tiene que defenderse como se defienden los burgueses o socialistas y comunistas.

Acción católica: esto es, acción del Padre por Jesucristo que vive sobrenaturalmente en el alma cristiana; acción santa y santificadora; acción imposible de realizarse aunque se posea una ciencia y habilidad muy grande de las cosas de religión, mientras no se esté en contacto con Jesucristo; acción cuya eficacia no está en proporción del movimiento o de la energía desplegada, sino de la santidad de que se vive.

Acción católica, que es el apostolado de los laicos con la jerarquía. Pero que es apostolado, o sea actividad de la santidad interior que, por su sobreabundancia, se derrama y comunica.

Acción católica: he ahí la posición indispensable de los católicos. Adviértase bien: indispensable.

¿Será, entonces, necesario que los católicos abandonemos las luchas en el mismo terreno político y económico y nos concretemos tan sólo a la acción católica?

La acción católica es la posición indispensable, pero no exclusiva. Ella es primera, de suerte que no podemos ocuparnos en otra actividad si resulta en su detrimento, y toda otra actividad debe ejercérsela en cuanto tienda, directa o indirectamente, a auxiliar a la acción católica. Lo exige el sentido de la jerarquía de las obras. Jerarquía no es absorción ni negación, sino afirmación de los derechos autónomos en la unidad del conjunto.

Salvada, entonces, esta primacía de la acción católica, los católicos, teniendo en cuenta las exigencias de su fe y de su misión, y las posibilidades de su propia vocación, pueden dedicarse especialmente a forjar la ciudad católica en nuestras sociedades descristianizadas. El programa de la ciudad católica para los tiempos actuales está ya elaborado. En documentos públicos, León XIII, San Pío X, Pío XI, Pío XII y Juan XXIII han dado las bases de un orden social cristiano de la sociedad. Ningún problema fundamental, económico o político ha sido omitido. Sólo falta que los católicos, con seriedad y honradez, asimilen esa doctrina que constituye el derecho público cristiano. Digo con seriedad y honradez, porque, desgraciadamente, los católicos, en lugar de escuchar atenta y fielmente a los Pontífices, sin mezclar con lo que ellos dicen sus propias concepciones, a veces hacen una mezcla de principios cristianos con liberalismo, socialismo y comunismo, que resulta un peligroso explosivo.

Una vez asimilados los principios que han de regir la ciudad católica, hay que diseminarlos en todos los ambientes y capas sociales. Esta es, por excelencia, la obra de la ciudad católica.


Pbro. Julio Meinvielle, en «Concepción católica de la política»

martes, 9 de junio de 2009

Brevísimo relato del estado de situación de la Iglesia

or medio de una nota firmada por su Secretario, monseñor Camile Perl, la comisión Ecclesia Dei ha indicado que el Rito Ambrosiano de Milán, está amparado por la disposición de la constitución apotólica en forma de motu proprio “Summorum Pontificum”. Es particularmente sugestiva la redacción del documento, por que hace empleo de una doctrina muy razonable y sensata, tanto como dejada de lado por una multiplicidad de obispos a lo largo y ancho de todo el planeta. Dícese allí que si se ha liberado el uso del rito romano, considerado el más elevado en dignidad entre todos lo de Occidente, la regla vale con más razón para los restantes ritos latinos; deducción que se sigue del texto y natura del motu proprio y aunque no figuren expresamente mencionandos otros ritos latinos concretos.1

Pero impresiona aún más todavía, que el Padre J. Moore, un norteamericano que sede en Milán, haya desistido de seguir celebrando tan venerable rito por temor a un enfrentamiento con su arzobispo, que se opone con toda su fuerza a que esta tradicional manera de celebrar los Sagrados Misterios sea restablecida en su diócesis. El P. Moore rige una casa de estudios y la consulta sobre la vigencia del rito Ambrosiano, como los lectores pueden verificar por sí mismos, fue realizada con miras a la enseñanza litúrgica. Todos recordamos que, meses atrás, desde la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, se recomendaba vivamente la enseñanza y aprendizaje del Rito Tradicional en los Seminarios y casas de formación de sacerdotes.

El cisma occidental, que con tanta pena anticipáramos hace un par de años como consecuencia fatal de los intentos del Sumo Pontífice de cerrar las llagas abiertas en la Iglesia por el Progresismo, se ha acelerado, como da cuenta la creciente rebelión de los episcopados de Alemania, Austria, Holanda y algunos otros aislados que desacatan en forma permanente las directivas, tanto litúrgicas como doctrinales, de la Santa Sede.

El creciente impulso que han adquirido todos los movimientos tradicionales dentro de la Iglesia, informales o no y, en especial el acercamiento de la Fraternidad San Pío X al Papa Benedicto XVI, ha congelado la sangre en las venas de los sublevados y, por esta razón, han arreciado los ataques de todo tipo, tanto contra el Papa como contra las disposiciones vaticanas que se consideran contrarias al “espíritu” del Concilio Vaticano II (versión modernista, es claro). A la vez, la unidad de la susodicha Fraternidad San Pío X, el más notorio y supuestamente monolítico movimiento antimodernista en la Iglesia, es blanco de toda clase de ataques y bombardeos mediáticos, con el fin de levantar la sospecha interna contra sus autoridades, fomentar la división entre sus miembros y obtenerse la consiguiente depresión de los integrantes y seguidores. Y así, dispersarlos definitivamente.

De momento, la falta de regularidad canónica de dicha asociación (o lo que sea que esta es) es una verdadera bendición para ellos, por que los ataques deben realizarse necesariamente desde fuera y no es posible imponérseles ninguna clase de cuña jurídica interior; puesto que, desde la óptica de los modernistas y de ciertos círculos vaticanos, se trataría tan solo de un movimiento puramente cismático que está fuera de la Iglesia; y que no ha merecido nunca, ni merecerá ahora, el trato demagógico y untuoso que se ha dado a verdaderos cismáticos como los protestantes; para citar solo un ejemplo. De manera que resulta imposible, desde todo punto de vista, ingerir en su funcionamiento y constitución interna, sin previamente admitírselos con capacidad plena dentro de la estructura jurídica de la Iglesia, algo que todavía se ve lejano. Los ataques contra dicha Fraternidad no deben considerarse, por lo tanto, cuestiones aisladas o ajenas al Cuerpo mismo de la Iglesia, porque demuestran a las claras que el modernismo conoce con bastante aproximación su talón de Aquiles; y reconoce desde dónde podría provenir la restauración eclesiástica que tanto desea impedir, y cuáles serían los peligros para la futura religión sincretista que tanto anhela construir.

En su concepción, típicamente horizontal y humanista, descreen del origen divino y, consiguientemtne, del auxilio sobrenatural que socorre a la Iglesia y, nos parece, la ven ya humanamente derrotada —en lo cual no les falta mucha razón— por lo que deben evitar a todo trance la restauracíon de una Doctrina y una Liturgia que, como quiera que sea, conocen de antemano es capaz de re-suscitar flores de santidad y el infalible espíritu misional que ha hecho de la Iglesia, al menos en el orden histórico, una institución única, mártir y de permanente predominio espiritual.

La denigración constante de la doctrina por medio de su relativización y de la santidad de los más sagrados ministerios, tarea que corre normalmente a cargo de algunos purpurados infiltrados en la Iglesia que pretenden poner en crisis la doctrina divina, haciendo llover dudas sobre la autenticiad, firmeza e inamovilidad de las fuentes de la Revelación, son más de lo mismo: lobos disfrazados de pastores que, a la postre, se ven confundidos cada vez que el Vicario de Cristo toma la palabra y dice lo que hay que decir, tal como debe decirse.

La Iglesia, a despecho de cuanta supuesta regla natural o pretendidamente “científica” ha osado ponerle límites, fué siempre un lugar donde se dieron feliz encuentro el misterio y el milagro, y muestra al presente su subsistencia misma como el hecho más asombroso de la época. A los conatos, intentos y atentados de ponerle fin desde fuera, siempre ha respondido con crecientes conversiones y mayor santidad, de lo cual es eficaz y sangriento testigo el siglo XX; a este último intento, que creemos final, de ponerle fin desde adentro, ha respondido de una manera que asombra aún más: Ha tomado fuerzas de donde parecía no haberlas más (incluyendo el destacable hecho de que S. S. felizmente reinante haya considerado conveniente desautorizar al otrora cardenal J. Ratzinger) y ha dado otro inesperado salto hacia arriba.

Los progresistas en particular y los modernistas en general, no creen que la Iglesia sea obra de Dios, obra permanente de Dios, que en todo tiempo la auxilia y la recrea desde la nada que somos sus miembros inferiores, resucitando permanentemente el Cuerpo Místico de Su Hijo, que es la Cabeza invisible.

De hecho, los modernistas no creen esto pero, según parece, quien sí lo creería sería el autor último de los ataques contra la Sagrada Liturgia que hemos presenciado —y sufrido— estos últimos años, en particular, a partir del desembargo de la Liturgia Tradicional, punto de inflexión del ataque contra el Papado y la Iglesia toda. Alguien sabe que la fortaleza de la Iglesia está en la Presencia de Cristo en medio de ella; y que esa Presencia es Eucarística.

Esta lucha presente, de la cual todo, absolutamente todo depende, parece tener poco sentido para el mundo: una Misa más o una Misa menos no hace demasiado a favor ni en contra, según lo juzgan aquellos que no ven la Iglesia sobrenaturalmente; y esta visión sobrenatural se obtiene exclusivamente desde la Fe y no por otros medios, salvo los milagros. Y el caso, es que Nuestro Señor se preguntó si habría Fe sobre la tierra cuando Él volviera.



1. Gentileza de Secretum meum mihi>. Volver arriba