las paganas e inevitablemente desagradables muestras de regocijo angloprotestantes, la Santa Sede ha respondido dando un escueto comunicado sobre el ajusticiamiento de Saddam Hussein, en el que recuerda —con incuestionable buen sentido— que toda ejecución de un hombre, fuera culpable o no de gravísimos delitos, no es es propiamente un festejo sino una “noticia trágica”; tanto más si es ocasión de jolgorio y fauna alegría para algunos. Nuestros amigos de Panorama Católico han pasado revista a la cuestión desde la perspectiva del equívoco mensaje que acompaña el sobrio comunicado vaticano, en el cual se afirma, sin demasiado fundamento histórico ni rigor doctrinario, que “La posición de la Iglesia católica —contraria a la pena de muerte— se ha reafirmado diversas veces”; lo cual son dos equivocaciones en una sola oración; y es demasiado.
Sin embargo, el sentido de tragedia que ha querido resaltar la Casa de Pedro no es casual, ni ocasional o interesado, sino estrictamente verdadero desde la correcta perspectiva del catolicismo: Una ejecución capital supone un delito grave; el delito un pecado y el pecado, si es mortal, la probabilidad de la condenación eterna. Cuando de un infiel se trata, la cuestión adquiere proporciones de verdadera tragedia eterna.
La pena de muerte, auqnue en sí misma sea una alteración de la 5ª regla de la ley mosaica, queda legitimada en ciertas ocasiones por el privilegio de que goza la inocencia puesta en peligro inicuamente por el reo; Santo Tomás, tratando el problema, dice que quien peca se convierte en alguien peor que una bestia y que pierde, por justo juicio, su derecho a la vida. Pero nada quita que una ejecución conlleva una horrorosa facticidad de pecado, violencia y muerte, que de ninguna forma es causa de regocijo y, talvez, ni siquiera de ejemplaridad; y que, acaso como era el caso del repudio matrimonial en los tiempos anteriores a Jesús, sólo sea tolerada por Dios como un mal menor, habida cuenta la dureza del corazón humano.
Es probable que ya no sea, como enseñaba el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Evangelium vitæ, una oportuna manera de propinar el castigo merecido, ni el modo de alcanzar una razonable proporción de justa advertencia, por causa principalmente del estado en que se encuentra, al presente, la sensibilidad de nuestra civilización respecto de este tremendo castigo, y de las dudas que, rodeando no tanto su legitimidad como su equidad objetiva, ponen abiertamente en peligro su eficacia punitiva y disuasiva.
Los abolicionistas tienen fundadas razones para oponerse a esta última pena, acudiendo repetidamente al argumento de su actual irrestricto empleo como arma política, antes que judicial. Sobreentendido que aquí, el calificativo de “político” no concuerda con el de una solícita gestión del Bien Común, sino más bien con el de un criminal partidismo sectario, del cual damos una muestra en la entrada anterior.
Además, para la hidalguía remanente en el hombre latino, matar en frío a un semejante amatambrado, por vil que fuera, no es cosa muy honorable ni caballeresca que digamos; a tal punto, que ni siquiera es decorosa para quien pretenda ordenarla como acto de justicia. Si agregamos el poco edificante sentido cinematográfico y específicamente cruel que a esta práctica se le asigna en algunos sitios hiperbóreos, se siente la premiosa sospecha —de intrincado cuño quijotesco— de no poder llegar a ser nunca jamás un castigo justo.
La pena de muerte, al no ser más cristiana, ha perdido completamente su sentido moral y moralizador para dar paso al sainete, bárbaro y repugnante, de la hermética venganza ritual.
Un profesor de Derecho Penal, al enjuiciarla según su eficacia y cometido práctico, recordaba que en la ejecución más famosa de toda la Historia, de tres condenados, el resultado fue el siguiente: Un ejecutado, que había sido justamente condenado, se había arrepentido; un segundo ejecutado, condenado también justamente, no se había arrepentido; y el tercero, había resultado ser el más inocente de todos los vivientes. ¿Es tolerable semejante margen de error? ¿Es tolerable cualquier margen de error en esta cuestión?
El caso que nos ha dado ocasión al comentario ha resultado ser, además, un mamarracho político, por que el condendo, culpable o no de los crímenes imputados, no ha querido —desobediente al modelo hollywoodense que tanto ilusionara a sus verdaderos y ocultos “jueces” y antiguos empleadores— mostrarse resignado con el justo veredicto del jurado pueblerino que lo mandó acogotar, sino que ha afrontado a sus verdugos con varonil desprecio y con un religioso coraje personal digno de una historia donde, villanos, son los dichos verdugos; con lo cual, la ejemplaridad del supuesto “castigo” ha quedado reducida a su mínima expresión, o ha desaparecido totalmente; y eso, si no se entra a considerar la condición de “juicio justo” del espectáculo circense que lo despachó camino al cadalso.
Advertimos y compartimos la implícita inquietud que surge del comunicado pontificio, como una llamada de atención de inusual dureza contra el uso de la justicia institucional como instrumento de venganzas personales o para fines políticos bastardos.
Cualquier parecido con situaciones recientemente vistas o vividas, son pura y molesta casualidad. Así que ¡ojo!
Sin embargo, el sentido de tragedia que ha querido resaltar la Casa de Pedro no es casual, ni ocasional o interesado, sino estrictamente verdadero desde la correcta perspectiva del catolicismo: Una ejecución capital supone un delito grave; el delito un pecado y el pecado, si es mortal, la probabilidad de la condenación eterna. Cuando de un infiel se trata, la cuestión adquiere proporciones de verdadera tragedia eterna.
La pena de muerte, auqnue en sí misma sea una alteración de la 5ª regla de la ley mosaica, queda legitimada en ciertas ocasiones por el privilegio de que goza la inocencia puesta en peligro inicuamente por el reo; Santo Tomás, tratando el problema, dice que quien peca se convierte en alguien peor que una bestia y que pierde, por justo juicio, su derecho a la vida. Pero nada quita que una ejecución conlleva una horrorosa facticidad de pecado, violencia y muerte, que de ninguna forma es causa de regocijo y, talvez, ni siquiera de ejemplaridad; y que, acaso como era el caso del repudio matrimonial en los tiempos anteriores a Jesús, sólo sea tolerada por Dios como un mal menor, habida cuenta la dureza del corazón humano.
Es probable que ya no sea, como enseñaba el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Evangelium vitæ, una oportuna manera de propinar el castigo merecido, ni el modo de alcanzar una razonable proporción de justa advertencia, por causa principalmente del estado en que se encuentra, al presente, la sensibilidad de nuestra civilización respecto de este tremendo castigo, y de las dudas que, rodeando no tanto su legitimidad como su equidad objetiva, ponen abiertamente en peligro su eficacia punitiva y disuasiva.
Los abolicionistas tienen fundadas razones para oponerse a esta última pena, acudiendo repetidamente al argumento de su actual irrestricto empleo como arma política, antes que judicial. Sobreentendido que aquí, el calificativo de “político” no concuerda con el de una solícita gestión del Bien Común, sino más bien con el de un criminal partidismo sectario, del cual damos una muestra en la entrada anterior.
Además, para la hidalguía remanente en el hombre latino, matar en frío a un semejante amatambrado, por vil que fuera, no es cosa muy honorable ni caballeresca que digamos; a tal punto, que ni siquiera es decorosa para quien pretenda ordenarla como acto de justicia. Si agregamos el poco edificante sentido cinematográfico y específicamente cruel que a esta práctica se le asigna en algunos sitios hiperbóreos, se siente la premiosa sospecha —de intrincado cuño quijotesco— de no poder llegar a ser nunca jamás un castigo justo.
La pena de muerte, al no ser más cristiana, ha perdido completamente su sentido moral y moralizador para dar paso al sainete, bárbaro y repugnante, de la hermética venganza ritual.
Un profesor de Derecho Penal, al enjuiciarla según su eficacia y cometido práctico, recordaba que en la ejecución más famosa de toda la Historia, de tres condenados, el resultado fue el siguiente: Un ejecutado, que había sido justamente condenado, se había arrepentido; un segundo ejecutado, condenado también justamente, no se había arrepentido; y el tercero, había resultado ser el más inocente de todos los vivientes. ¿Es tolerable semejante margen de error? ¿Es tolerable cualquier margen de error en esta cuestión?
El caso que nos ha dado ocasión al comentario ha resultado ser, además, un mamarracho político, por que el condendo, culpable o no de los crímenes imputados, no ha querido —desobediente al modelo hollywoodense que tanto ilusionara a sus verdaderos y ocultos “jueces” y antiguos empleadores— mostrarse resignado con el justo veredicto del jurado pueblerino que lo mandó acogotar, sino que ha afrontado a sus verdugos con varonil desprecio y con un religioso coraje personal digno de una historia donde, villanos, son los dichos verdugos; con lo cual, la ejemplaridad del supuesto “castigo” ha quedado reducida a su mínima expresión, o ha desaparecido totalmente; y eso, si no se entra a considerar la condición de “juicio justo” del espectáculo circense que lo despachó camino al cadalso.
Advertimos y compartimos la implícita inquietud que surge del comunicado pontificio, como una llamada de atención de inusual dureza contra el uso de la justicia institucional como instrumento de venganzas personales o para fines políticos bastardos.
Cualquier parecido con situaciones recientemente vistas o vividas, son pura y molesta casualidad. Así que ¡ojo!
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