Ayer fueron detenidos cinco policías bonaerenses acusados de asesinar a un delincuente esposado que viajaba en un patrullero, y que había cometido un asalto un rato antes. El dueño de la casa asaltada, otro policía, lo detuvo, lo esposó y lo entregó a sus camaradas. Poco tiempo después, el joven fue asesinado en un patrullero de un tiro en la cabeza, hallándose todavía esposado.
Esto nada dice con relación a los policías honrados y valientes, que son muchísmos y que merecen un puesto de honor en toda sociedad, pero que lamentablemente no pueden contrarrestar el carácter politizado de su institución ni su turbio origen revolucionario, desde los terroríficos comités de Salud Pública de París de 1790.
Queda bastante claro de todos modos que, en cuanto al abuso de armas se refiere y entre aquellos que ocupan privilegiados lugares en la desconfianza pública general, la policía ocupa un puesto descollante, cabe mismo los delincuentes. Si ha de darse por cierta la versión corriente de las usinas oficiales, habitualmente macaneadoras, las Fuerzas Armadas no andarían mucho mejor en materia de prestigio y honorabilidad.
El sonado proyecto, que nadie sabe aún si es ley o no, de limitar o acaso, anular, la tenencia y uso de armas por parte de los civiles, o de someter dichos uso y tenencia a una inspección rigurosa de agentes estatales y habitualmente corruptos, carece de toda fuerza moral, si previamente el gobierno no toma la ejemplar medida de desarmar a los delincuentes ... y a sus propios agentes.
¿O se pretende que la población, ya indefensa, deba quedar a merced de dos bandas armadas enfrentadas, pero temibles precisametne por el uso que hacen de sus armas?
Como esto sería o imposible, por que los delincuentes, por el mismo hecho de serlo, no entregarían ni denunciarían sus armas; o inviable, por que mientras no se les quiten las armas a los delincuentes (no a los que el Gobierno cree delincuentes, entendámonos, sino a los verdaderos), no parece prudente ni justo privar de ellas a la Policía, pues sería condenarlos a la misma muerte a que se quiere enviar a los civiles, por lo que, lo más lógico, es mostrarse más aperturista con la tenencia, uso y portación de armas por parte de los civiles que, hasta hoy al menos, han demostrado ser, por su cantidad, disciplina moral y casi nula delictividad, el grupo humano de más alta responsabilidad para llevar armas en la Argentina.
El argumento de la reducción de las armas de fuego en poder de los civiles como directamente proporcionado a la reducción de la criminalidad violenta, es una fatuidad, sino una aviesa mentira; una reciente demostración realizada en Estados Unidos por el FBI y publicada por la NRA, prueba sin lugar a la menor duda que el incremento de hasta 70 millones de armas en poder de civiles, ha provocado la reducción del 38% en los delitos de todo tipo desde 1991.
Por supuesto —y además— que la mayoría de los delitos, al menos en la Argentina, no se perpetran con armas de fuego, sino acaso y aproximadamente, uno de cada cuatro, o sea un 25%, siendo las modalidades más comunes, el hurto, el pungueo, el arrebato, el saqueo sin armas o a mano limpia, o con armas blancas o meros palos o fierros; por lo cual, la argumentación es tan falluta como su intencionalidad ideológica.
El Gobierno, ante estos hechos perfectamente conocidos por todos y de todos, no debería lanzarse a limitar las armas de fuego, única garantía de la población contra el delito que al presente se tiene en pie y mantiene alejados a los amigos de lo ajeno.
Aumentar (irresponsablemente) las escalas penales, impedir la excarcelación, lo cual es una flagrante injusticia pues convierte una medida cautelar en una abierta condena, o incrementar la policía (que se dedica a levantar infracciones de tránsito para mantener equilibrado al erario, o a aplicar por su cuenta un código de justicia algo primitivo ...) son medidas tendientes a la represión del delito, pero no a su prevención.
O sea que, bien visto, todas estas, en su conjunto, son medidas tendientes a incrementar el delito, inclusive el de los agentes del “estado”.
Desde luego, no hacía falta ser yanki, ni vivir en Estados Unidos, ni hacer encuestas tramposas ni leer estadísticas, ni efectuar controvertidas brujerías, para saber la elemental verdad que encierra este principio: Cuando las víctimas potenciales están dispuestas a defenderse y a hacer pagar caro el intento de asaltarlas, los potenciales delincuentes lo piensan dos, tres, cuatro veces antes de cometer su crímen; porque una cosa es pagar la falta con la cárcel, por horrenda que sea, y otra cosa muy distinta, arriesgar la vida en un delito.
Hasta parece preferible probar fortuna honradamente, aunque haya que trabajar.
Esto nada dice con relación a los policías honrados y valientes, que son muchísmos y que merecen un puesto de honor en toda sociedad, pero que lamentablemente no pueden contrarrestar el carácter politizado de su institución ni su turbio origen revolucionario, desde los terroríficos comités de Salud Pública de París de 1790.
Queda bastante claro de todos modos que, en cuanto al abuso de armas se refiere y entre aquellos que ocupan privilegiados lugares en la desconfianza pública general, la policía ocupa un puesto descollante, cabe mismo los delincuentes. Si ha de darse por cierta la versión corriente de las usinas oficiales, habitualmente macaneadoras, las Fuerzas Armadas no andarían mucho mejor en materia de prestigio y honorabilidad.
El sonado proyecto, que nadie sabe aún si es ley o no, de limitar o acaso, anular, la tenencia y uso de armas por parte de los civiles, o de someter dichos uso y tenencia a una inspección rigurosa de agentes estatales y habitualmente corruptos, carece de toda fuerza moral, si previamente el gobierno no toma la ejemplar medida de desarmar a los delincuentes ... y a sus propios agentes.
¿O se pretende que la población, ya indefensa, deba quedar a merced de dos bandas armadas enfrentadas, pero temibles precisametne por el uso que hacen de sus armas?
Como esto sería o imposible, por que los delincuentes, por el mismo hecho de serlo, no entregarían ni denunciarían sus armas; o inviable, por que mientras no se les quiten las armas a los delincuentes (no a los que el Gobierno cree delincuentes, entendámonos, sino a los verdaderos), no parece prudente ni justo privar de ellas a la Policía, pues sería condenarlos a la misma muerte a que se quiere enviar a los civiles, por lo que, lo más lógico, es mostrarse más aperturista con la tenencia, uso y portación de armas por parte de los civiles que, hasta hoy al menos, han demostrado ser, por su cantidad, disciplina moral y casi nula delictividad, el grupo humano de más alta responsabilidad para llevar armas en la Argentina.
El argumento de la reducción de las armas de fuego en poder de los civiles como directamente proporcionado a la reducción de la criminalidad violenta, es una fatuidad, sino una aviesa mentira; una reciente demostración realizada en Estados Unidos por el FBI y publicada por la NRA, prueba sin lugar a la menor duda que el incremento de hasta 70 millones de armas en poder de civiles, ha provocado la reducción del 38% en los delitos de todo tipo desde 1991.
Por supuesto —y además— que la mayoría de los delitos, al menos en la Argentina, no se perpetran con armas de fuego, sino acaso y aproximadamente, uno de cada cuatro, o sea un 25%, siendo las modalidades más comunes, el hurto, el pungueo, el arrebato, el saqueo sin armas o a mano limpia, o con armas blancas o meros palos o fierros; por lo cual, la argumentación es tan falluta como su intencionalidad ideológica.
El Gobierno, ante estos hechos perfectamente conocidos por todos y de todos, no debería lanzarse a limitar las armas de fuego, única garantía de la población contra el delito que al presente se tiene en pie y mantiene alejados a los amigos de lo ajeno.
Aumentar (irresponsablemente) las escalas penales, impedir la excarcelación, lo cual es una flagrante injusticia pues convierte una medida cautelar en una abierta condena, o incrementar la policía (que se dedica a levantar infracciones de tránsito para mantener equilibrado al erario, o a aplicar por su cuenta un código de justicia algo primitivo ...) son medidas tendientes a la represión del delito, pero no a su prevención.
O sea que, bien visto, todas estas, en su conjunto, son medidas tendientes a incrementar el delito, inclusive el de los agentes del “estado”.
Desde luego, no hacía falta ser yanki, ni vivir en Estados Unidos, ni hacer encuestas tramposas ni leer estadísticas, ni efectuar controvertidas brujerías, para saber la elemental verdad que encierra este principio: Cuando las víctimas potenciales están dispuestas a defenderse y a hacer pagar caro el intento de asaltarlas, los potenciales delincuentes lo piensan dos, tres, cuatro veces antes de cometer su crímen; porque una cosa es pagar la falta con la cárcel, por horrenda que sea, y otra cosa muy distinta, arriesgar la vida en un delito.
Hasta parece preferible probar fortuna honradamente, aunque haya que trabajar.
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