Manuel Azaña, poco después de asumir como presidente de la tristemente célebre República Española, y que lo fue hasta 1939, anunciaba muy horondo al mundo que “España ha dejado de ser católica”. Pocos meses después, tropezaba de lleno contra aquello mismo cuya defunción pretendió certificar.
Ahora, por enésima vez desde su fundación milagrosa por manos del Ángel al rey Clovis, le toca el turno a Francia: lo anunciaron los hugonotes, justo antes que los de Guisa, echando mano a sus espadas, la devolvieran a su quicio; lo anunciaba la Asamblea, que para probarlo, encumbraba a la “diosa” razón —portentosa y extraña señora que, cuando la guía su Creador, no tiene límites, pero cuando cae en manos de republicanos y revolucionarios, es poco menos que una hetera 1 (εταίραι)— y se encontró con Santos, profecías y milagros como no los tuviera nunca la tierra de la doncella de Arc; lo proclamó cada revolución más o menos exitosa: 1830, 1848, 1870 ... y casi quedó confirmado en 1945.
Pero ahora, Francia, salvo un milagro que todos desaríamos ver, no volverá a ser la “hija primogénita de la Iglesia”, por que su soberbia la ha sepultado más bajo todavía que los mismos bajísimos apetitos, cuya satisfacción tanto la han postrado y alejado de su verdadera grandeza. Por que la grandeur de la France no estaba en alacanzar o mantener ciertas fronteras naturales, o en enhebrar una nación a una corona santamente obsequiada por el Cielo, ni siquiera en la defensa del suelo patrio; estaba en la defensa, el testimonio y la vivencia misma de la Fe verdadera. Francia sin el catolicismo, es absolutamente igual a cualquier provincia del mundo materialista y protestante, o sea, nulo, inerte e ineficaz contingente humano, indistiguible de un resto poco respetable.
Una encuesta reciente probaría, más allá del escaso tenor de verdad que para nosotros tendrían semejantes compulsas, que la nación gala ha dejado de ser católica, casi del todo. Nos consta en forma personal que su desgracia es inferior, todavía, a la de Sodoma o Gomorra; o sea, que no es tan caótico su presente ni tan fiero su porvenir: no está tan mal como parece, ni tan bien como quisiéramos, como para apreciar del todo perdido su juicio final. Por que el juicio de las naciones llegará, como prometen los profetas, y no será grato presenciarlo.
De esta Francia subrevolucionaria, nada nos gusta, ni tampoco termina de disgustarnos, por que ni siquiera es nuestra patria, a la cual debe amarse aunque no nos guste: es una tibieza a punto de ser vomitada; sin embargo, no pocas añoranzas de vera Cristiandad se arraciman en cada uno de sus rincones, testimoniando con su mudez forzada una fidelidad perdida, un adulterio adolorido y lleno de lágrimas, un perdón que no llega por falta de arrepentimiento ...
1 La palabreja no es caprichosa, ni la cita culterana; la Francia republicana ha buscado por más de dos siglos que su imágen nacional sea la de una cortesana de pechos aireados y putibunda faz, o un plumífero macho de corral. De las bellísimas flores de lys en plata sobre fondo de azur, signo mismo de la castidad y la pureza, ni un ¡ay!.
Ahora, por enésima vez desde su fundación milagrosa por manos del Ángel al rey Clovis, le toca el turno a Francia: lo anunciaron los hugonotes, justo antes que los de Guisa, echando mano a sus espadas, la devolvieran a su quicio; lo anunciaba la Asamblea, que para probarlo, encumbraba a la “diosa” razón —portentosa y extraña señora que, cuando la guía su Creador, no tiene límites, pero cuando cae en manos de republicanos y revolucionarios, es poco menos que una hetera 1 (εταίραι)— y se encontró con Santos, profecías y milagros como no los tuviera nunca la tierra de la doncella de Arc; lo proclamó cada revolución más o menos exitosa: 1830, 1848, 1870 ... y casi quedó confirmado en 1945.
Pero ahora, Francia, salvo un milagro que todos desaríamos ver, no volverá a ser la “hija primogénita de la Iglesia”, por que su soberbia la ha sepultado más bajo todavía que los mismos bajísimos apetitos, cuya satisfacción tanto la han postrado y alejado de su verdadera grandeza. Por que la grandeur de la France no estaba en alacanzar o mantener ciertas fronteras naturales, o en enhebrar una nación a una corona santamente obsequiada por el Cielo, ni siquiera en la defensa del suelo patrio; estaba en la defensa, el testimonio y la vivencia misma de la Fe verdadera. Francia sin el catolicismo, es absolutamente igual a cualquier provincia del mundo materialista y protestante, o sea, nulo, inerte e ineficaz contingente humano, indistiguible de un resto poco respetable.
Una encuesta reciente probaría, más allá del escaso tenor de verdad que para nosotros tendrían semejantes compulsas, que la nación gala ha dejado de ser católica, casi del todo. Nos consta en forma personal que su desgracia es inferior, todavía, a la de Sodoma o Gomorra; o sea, que no es tan caótico su presente ni tan fiero su porvenir: no está tan mal como parece, ni tan bien como quisiéramos, como para apreciar del todo perdido su juicio final. Por que el juicio de las naciones llegará, como prometen los profetas, y no será grato presenciarlo.
De esta Francia subrevolucionaria, nada nos gusta, ni tampoco termina de disgustarnos, por que ni siquiera es nuestra patria, a la cual debe amarse aunque no nos guste: es una tibieza a punto de ser vomitada; sin embargo, no pocas añoranzas de vera Cristiandad se arraciman en cada uno de sus rincones, testimoniando con su mudez forzada una fidelidad perdida, un adulterio adolorido y lleno de lágrimas, un perdón que no llega por falta de arrepentimiento ...
1 La palabreja no es caprichosa, ni la cita culterana; la Francia republicana ha buscado por más de dos siglos que su imágen nacional sea la de una cortesana de pechos aireados y putibunda faz, o un plumífero macho de corral. De las bellísimas flores de lys en plata sobre fondo de azur, signo mismo de la castidad y la pureza, ni un ¡ay!.
2 comentarios:
Merci !Gracias !
¡Con mucho gusto! Avec plaisir!
L. b-C.
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