Días pasados nos formulábamos algunas preguntas sobre las vocaciones sacerdotales; damos por presupuesta la existencia de los llamados divinos, que pueden ser internos (por una moción del Espíritu Santo) o externos (por Sus mismos labios, como a los Apóstoles, o por las Sagradas Escrituras, que deben sentirse como Su palabra misma); o sea, dejamos descontado que existen siempre las vocaciones, principalmente por que Dios nada niega, de los bienes que son necesarios. Como los sacramentos son los signos eficaces de la Gracia y, por lo tanto, indispensables en y para la vida cristiana o, mejor aún, para la humana salvación; si especialmente en vista de la confección de los sacramentos de la Sagrada Eucaristía y de la Penitencia, es requerido el Sacramento del Orden, el sacerdocio ordenado, y siendo que el primero de los Sacramentos mencionados es el centro mismo de la vida de la Gracia, como acaban de reiterar los últimos dos papas y expusiera con holgada maestría Paulo VI en su Encíclia Mysterium Fidei, los sacerdotes deben considerarse un bien necesario, del que Dios no podría privarnos sin contradecirse; por cuanto, ordinariamente, sin Sacramentos no hay salvación posible. De modo que también son bienes necesarios para la salvación, los medios indispensables para obtener los Sacramentos.
Si Dios negase lo necesario, es decir, aquello que es preciso según el orden de la naturaleza de las cosas (de la sobrenaturaleza, en este caso, pues es la naturaleza de la Salvación ser sobrenatural), sería como decir que no da aquella fuerza o la virtud suficiente, que es necesaria para la salvación que Él exige; o lo que es igual, que pone la dureza de la exigencia o la prueba, antes que los medios de la gracia para superarlas, tal como era en la ley antigua, según atestigua San Pablo en la Epístola a los Romanos; con lo cual, esta presente Era de la Gracia sería verdaderamente inferior a la venida del Mesías, lo cual es insostenible. Y es, además, una proposición contraria a la doctrina fijada por el Magisterio, como consta en Dz. 1092, en ocasión de condenarse algunos errores jansenistas.
Afirmar, pues, que Dios no da a la Iglesia las vocaciones sacerdotales que la Iglesia necesita es, a nuestro juicio, una proposición jansenista y equivocada, que no debe sostenerse sin temerse la ira divina y que es, además, una afrenta directa a la Divina Providencia, que no permite ningún mal sin poner a la vez el remedio, ni acaso, extraer de ello abundantes bienes según Sus misteriosos designios.
Según lo dicho y como en Dios no hay mal ni defecto alguno, es una injusticia contra la honra que Le es debida, afirmar que Dios no suscita las vocaciones necesarias.¡Fantástico! entonces ¿porqué rezamos por las vocaciones? Parecería que por dos razones:
1) Por la misma razón por la cual rezamos por la obtención de los demás bienes, no obstante la promesa de Cristo de que Dios proveería, inclusive, con relación a nuestra cobertura capilar. Es decir, por que es un signo de confianza en Él y eso, nos hace bien a nosotros, no a Él. Y por que la oración puede cambiar no los designios de Dios, que son eternos e inmutables, sino su concreción en el tiempo, del mismo modo en que Jesús, antes de “su” tiempo, convirtió el agua en vino, para satisfacer la oración confiada de su Madre. Y
2) Siendo que Dios obra ordinariamente según el orden de la naturaleza, creada por Él, rezamos para que dicha naturaleza esté bien dispuesta. Después de que el joven rico afirmara cumplir con los mandamientos, Cristo le dijo: «Pues anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme», pero el joven se retiró entristecido por que tenía mucha plata —aunque las Sagradas Letras no dicen que después no haya vuelto. En otros términos, rezamos para que exista la comprensión del llamado y el coraje de atenderlo, como fue la respuesta del joven Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Hay quienes se hacen los sordos o, como dice San Agustín, «Te llama el Oriente (o sea Cristo) y tú miras a Occidente».
En materia de respetos humanos, Santo Tomás de Aquino, en una obrita admirable —y muy, pero muy, recomendable— sobre la vida religiosa, “Contra Retraentes”, afirma ser falso que sea necesario, o siquiera recomendable, cumplir primero con los mandamientos para después poder seguir los consejos evangélicos, falsedad que prueba diciendo que, quien más lejos esté de la perfección, más necesaria le resulta la vía de la vigilancia (o sea la vida religiosa), pues así le será más fácil abstenerse de los pecados que embarran su vida y amenazan su salvación.
También dice que es falso que sea preciso requerir el consejo de hombres sabios antes de atender al llamado de una vocación, por qué —juzga el santo Doctor— quien ha oído a Cristo directamente, ¿sobre qué podría aconsejarse con los hombres ... ? Y es que a Cristo —afirma el Aquinate— se lo oye directamente en las Sagradas Escrituras. “Ningún motivo humano”, recuerda el Angélico, “nos debe retardar en el servicio de Dios”. Excusado parece mencionar, que Santo Tomás considera el consejo de terceros como un baladí motivo humano, cuando existe el llamado del Cielo.
Así, con esta sintética brevedad que nos acerca el Angélico, creemos dejar despejada la primera cuestión, que es sin duda determinante de las demás.
Y ahora viene la parte peliaguda: ¿Qué es lo que hace la Iglesia institucional con esas vocaciones? El estímulo y la recta ordenación del sacerdocio pertenece a la Iglesia —“institución”; toca a la jerarquía educar, ordenar, conservar y proteger lo que Dios da. La Iglesia no es dueña de los dones que recibe de Dios, sino su administradora. Debe formar a los seminaristas según los preceptos evangélicos contenidos en la Revelación; cuidar muchísimo y esmeradamente la formación del futuro sacerdote, conociendo que, en él, se ha recibido un don de lo Alto del que se pedirán cuentas.
Precisamente por el infinito valor del sacerdote, la primer acepción que siempre se ha dado a la sentencia de Nuestro Señor: «Lo que hiciéreis con uno de éstos, conmigo lo hacéis...», está referida por antonomasia a los sacerdotes, que son “éstos” elegidos por Él y que lo acompañan en su Sacerdocio eterno, y sólo por extensión analógica a los pobres. La primera en cumplir con esta carga, debe ser la Iglesia jerárquica.
Por lo tanto, la deserción de las vocaciones está definitivamente ligada a una de estas dos alternativas: O la Jerarquía, o aquellos que se sienten convocados al sacerdocio (que son todos parte de la Iglesia militante) no atienden adecuadamente al llamado de Dios.
Próximamente, el alucinante final ...
Si Dios negase lo necesario, es decir, aquello que es preciso según el orden de la naturaleza de las cosas (de la sobrenaturaleza, en este caso, pues es la naturaleza de la Salvación ser sobrenatural), sería como decir que no da aquella fuerza o la virtud suficiente, que es necesaria para la salvación que Él exige; o lo que es igual, que pone la dureza de la exigencia o la prueba, antes que los medios de la gracia para superarlas, tal como era en la ley antigua, según atestigua San Pablo en la Epístola a los Romanos; con lo cual, esta presente Era de la Gracia sería verdaderamente inferior a la venida del Mesías, lo cual es insostenible. Y es, además, una proposición contraria a la doctrina fijada por el Magisterio, como consta en Dz. 1092, en ocasión de condenarse algunos errores jansenistas.
Afirmar, pues, que Dios no da a la Iglesia las vocaciones sacerdotales que la Iglesia necesita es, a nuestro juicio, una proposición jansenista y equivocada, que no debe sostenerse sin temerse la ira divina y que es, además, una afrenta directa a la Divina Providencia, que no permite ningún mal sin poner a la vez el remedio, ni acaso, extraer de ello abundantes bienes según Sus misteriosos designios.
Según lo dicho y como en Dios no hay mal ni defecto alguno, es una injusticia contra la honra que Le es debida, afirmar que Dios no suscita las vocaciones necesarias.¡Fantástico! entonces ¿porqué rezamos por las vocaciones? Parecería que por dos razones:
1) Por la misma razón por la cual rezamos por la obtención de los demás bienes, no obstante la promesa de Cristo de que Dios proveería, inclusive, con relación a nuestra cobertura capilar. Es decir, por que es un signo de confianza en Él y eso, nos hace bien a nosotros, no a Él. Y por que la oración puede cambiar no los designios de Dios, que son eternos e inmutables, sino su concreción en el tiempo, del mismo modo en que Jesús, antes de “su” tiempo, convirtió el agua en vino, para satisfacer la oración confiada de su Madre. Y
2) Siendo que Dios obra ordinariamente según el orden de la naturaleza, creada por Él, rezamos para que dicha naturaleza esté bien dispuesta. Después de que el joven rico afirmara cumplir con los mandamientos, Cristo le dijo: «Pues anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme», pero el joven se retiró entristecido por que tenía mucha plata —aunque las Sagradas Letras no dicen que después no haya vuelto. En otros términos, rezamos para que exista la comprensión del llamado y el coraje de atenderlo, como fue la respuesta del joven Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Hay quienes se hacen los sordos o, como dice San Agustín, «Te llama el Oriente (o sea Cristo) y tú miras a Occidente».
En materia de respetos humanos, Santo Tomás de Aquino, en una obrita admirable —y muy, pero muy, recomendable— sobre la vida religiosa, “Contra Retraentes”, afirma ser falso que sea necesario, o siquiera recomendable, cumplir primero con los mandamientos para después poder seguir los consejos evangélicos, falsedad que prueba diciendo que, quien más lejos esté de la perfección, más necesaria le resulta la vía de la vigilancia (o sea la vida religiosa), pues así le será más fácil abstenerse de los pecados que embarran su vida y amenazan su salvación.
También dice que es falso que sea preciso requerir el consejo de hombres sabios antes de atender al llamado de una vocación, por qué —juzga el santo Doctor— quien ha oído a Cristo directamente, ¿sobre qué podría aconsejarse con los hombres ... ? Y es que a Cristo —afirma el Aquinate— se lo oye directamente en las Sagradas Escrituras. “Ningún motivo humano”, recuerda el Angélico, “nos debe retardar en el servicio de Dios”. Excusado parece mencionar, que Santo Tomás considera el consejo de terceros como un baladí motivo humano, cuando existe el llamado del Cielo.
Así, con esta sintética brevedad que nos acerca el Angélico, creemos dejar despejada la primera cuestión, que es sin duda determinante de las demás.
Y ahora viene la parte peliaguda: ¿Qué es lo que hace la Iglesia institucional con esas vocaciones? El estímulo y la recta ordenación del sacerdocio pertenece a la Iglesia —“institución”; toca a la jerarquía educar, ordenar, conservar y proteger lo que Dios da. La Iglesia no es dueña de los dones que recibe de Dios, sino su administradora. Debe formar a los seminaristas según los preceptos evangélicos contenidos en la Revelación; cuidar muchísimo y esmeradamente la formación del futuro sacerdote, conociendo que, en él, se ha recibido un don de lo Alto del que se pedirán cuentas.
Precisamente por el infinito valor del sacerdote, la primer acepción que siempre se ha dado a la sentencia de Nuestro Señor: «Lo que hiciéreis con uno de éstos, conmigo lo hacéis...», está referida por antonomasia a los sacerdotes, que son “éstos” elegidos por Él y que lo acompañan en su Sacerdocio eterno, y sólo por extensión analógica a los pobres. La primera en cumplir con esta carga, debe ser la Iglesia jerárquica.
Por lo tanto, la deserción de las vocaciones está definitivamente ligada a una de estas dos alternativas: O la Jerarquía, o aquellos que se sienten convocados al sacerdocio (que son todos parte de la Iglesia militante) no atienden adecuadamente al llamado de Dios.
Próximamente, el alucinante final ...
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