martes, 5 de diciembre de 2006

El Cristo Histórico y el Cristo de la Fe

«Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el Concilio de Trento (Dz 783), o negare que han sido divinamente inspirados, sea antema». Concilio Vaticano I, Dz 1809.
«Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscriptas por la Iglesia, sea anatema»; ídem. Dz 1817.
«Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe»; proposición condenada en el Decreto "Lamentabili", San Pio X, Dz 2029.
Nadie ignora el pasado progresista del cardenal Joseph Ratzinger, por la gracia de Dios, actual Papa Benedicto XVI. Al contrario, este antecedente parecería ser para él, como la inmunidad al vacunado, una imprescindible vivencia para comprender las causas de autodemolición presente de la Iglesia. Y acaso, para detener ese proceso mediante los acertados remedios que le sugiera el Espíritu Santo.
Una reciente traducción del Prólogo del libro de Joseph Ratzinger, "La strada della mia interpretazione della figura di Gesù nel Nuovo Testamento...", nos pone en la pista del itinerario espiritual, más que intelectual, del actual Papa; el cual, partiendo de una primitiva admisión, completamente acrítica, de postulados netamente progresistas, ha ido redescrubriendo de contrapartida, tras el agraz sabor de tanta falsedad, el esplendor sagrado de la Doctrina Católica, final tramitado a lo largo de un camino plagado de arideces, dolores e incomprensiones. Y dudas en la fe.
Una frase: «La acción de elaboraciones comunitarias anónimas, de la que se busca encontrar los exponentes, en realidad no explica nada ... », es mil veces más consistente que las inmensas bibliotecas de los críticos bíblicos modernos, que no hacen sino desmerecer la Divina Revelación con suposiciones alejadas no solamente de la verdad histórica comprobable, de sus fuentes, sino de toda razonabilidad subyacente. El propio autor, escribiendo sobre el remanido argumento de la supuesta creación de los textos evangélicos a partir de las tradiciones y conductas de las "comunidades primitivas" y no de hechos históricos concretos de los cuales los narradores han sido testigos, lo reconoce a continuación: «¿Cómo
—se pregunta el prologuistalas comunidades desconocidas han podido ser tan creativas, convencer e imponerse de tal modo? ¿No es más lógico, inclusive desde el punto de vista histórico, que la grandeza se coloque al comienzo y que en la práctica la figura de Jesús hizo saltar todas las categorías disponibles y de este modo pudo ser comprendido sólo a partir del misterio de Dios?».
La pregunta no la pueden responder, con acierto, ni la crítica protestante del reverendo Bultmann ni su isotipo local, el Padre Luis H. Rivas, titular de la cátedra de Biblia del Seminario de Buenos Aires; ni ningún otro "perito" moderno que no parta de la aplicación de la dogmática tradicional, y del subsiguiente principio de la "analogía de la fe" para los pasajes más obscuros de las Sagradas Escrituras.
Se trata, nada menos, que de la credibilidad del mensaje revelado al mundo por Dios mismo y cuyo depósito fue confiado a la Iglesia, para la salvación eterna de sus miembros. Según los métodos en boga más o menos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, todo el siglo XIX y casi todo el XX, el sistema era la simple, total y radical demolición de cualquier vestigio de verdad histórica en los textos sagrados, como si Dios no hubiese querido insertar en la Historia Su Mesías salvador, sino inventar un mecanismo hermético, para iniciados (¡otra vez la gnosis!) según el cual se conferiría al hombre un conocimiento nada interesante ni determinante para su salvación eterna. Las más dramáticas calumnias recayeron, como era previsible, sobre los libros teológicos, como el Evangelio de San Juan, cuya misma existencia humana fue negada por los hipercríticos, y sobre los proféticos, que son considerados, de ordinario, como la confirmación de la divinidad del Mesías y el sello de autenticidad de toda la Revelación.
De esta forma cayeron bajo la picota del libre examen todo San Juan y el Apocalipsis —posiblemente el libro más difamado de todos los que componen las Sagradas Letras—, Isaías, Daniel y, a renglón seguido, toda la credibilidad de la Escritura; y finalmente, la propia divinidad de Cristo. Pero como esta afirmación ponía a sus autores explícitamente fuera del cristianismo, se inventó la distinción (primero) y diversificación (después) entre el Cristo histórico y el Cristo de la Fe, a fin de evitarse una segura excomunión y dejarse a salvo, de manera puramente sentimental, la doble naturaleza de Cristo; aunque también dejando incoado así, el principio de su negación.
Para concluir la presentación de su libro, el Papa Ratzinger, luego de agradecer a la escuela de la exégesis moderna por sus aportes científicos, que considera valiosos y que no escatima reconocer, dice no obstante que estas páginas que presenta, no son magistrales en el sentido dogmático, sino su personalísima y vívida búsqueda del "rostro del Señor".
Si se comprende lo que queremos decir, ahora sabemos por qué lo eligió el Espíritu Santo; quiera Él darle la fuerza necesaria para llenar la misión que Le asignó.

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