América es un imperio; así lo declaró formalmente Su Santidad Pío XII cuando instituyó a Nuestra Señora de Guadalupe, Emperatriz de América. A pocos años del descubrimiento de América, la Madre de Dios quiso hacerse ver en el nuevo continente para bendecir a la raza naciente —hija del único pueblo europeo que jamás sintió ni tuvo “asco racial”, y los pobres indígenas tiranizados por el demonio durante siglos— y para confirmar con Su presencia el origen divino del derecho a evangelizar América. Ella, con su intervención misteriosa y su milagro asombroso, aún hoy tan patente como inexplicado, aseguró como un mandato divino la grandiosa empresa de la Conquista de América, previendo el Cielo que la historia futura, intentaría descalificarla hasta ahora mismo.
La modesta tilma de San Juan Diego sigue ostentando la milagrosa imágen de la Emperatriz de América, sin que el ácido de algún anarquista trasnochado ni los masónicos (y explosivos) sortilegios del gobierno de Calles, pudieran hacerle mella alguna; antes bien, manifestar aún más el Milagro permanente de Su protección.
En Méjico, la nación mártir, tenías que estar, Frontera contra el hereje...
La modesta tilma de San Juan Diego sigue ostentando la milagrosa imágen de la Emperatriz de América, sin que el ácido de algún anarquista trasnochado ni los masónicos (y explosivos) sortilegios del gobierno de Calles, pudieran hacerle mella alguna; antes bien, manifestar aún más el Milagro permanente de Su protección.
En Méjico, la nación mártir, tenías que estar, Frontera contra el hereje...
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