Todo el mundo sabe que el Papa Benedicto XVI ha hecho de sus críticas al mundo moderno un estilo muy personal; mucho más realista, que el de otros habitantes del Palacio Pontificio que mantuvieran, hasta el final de sus días, una inocultable admiración por su contorno político y un optimismo inacabable por una “primavera de la Iglesia” que nunca llegó.
El abandono de la lucha, especialmente en el concluyente terreno de los gestos, y la correlativa aceptación de la prevalencia (por lo menos en lo inmediato) de unas realidades temporales adversas al Evangelio, principia, acaso, con S. S. León XIII, primer Pontífice que, sin abdicar todavía totalmente de la lucha, consiente en pactar con el mundo revolucionario que domina el escenario político universal. En sus días, no quedan ya príncipes cristianos, con la posible y fragmentaria excepción del Emperador Francisco José I, de Austria-Hungría, cuya casa está también como pervadida por el tufo revolucionario de las ideas nuevas, e invariablemnte atacada por la tristeza de múltiples atentados mortales; ya por que las ideas de los católicos son definitivamente pesimistas en lo político (el Catolicismo: ¿no es pesimista respecto de la naturaleza humana ...?) o decididamente nostálgicas, como atestiguan las obras de Donoso Cortés, el conde de Maistre o el propio Balmes; ya, por que la lucha militar está perdida, parece como que el reconocimiento del “mundo” —en la peor de sus tres acepciones— es una imposición de la hora. La lucha parece perdida, y a las fuerzas del “progreso” —como desafían tronantes los ideólogos de entonces, como los de hogaño— no es sensato (ni seguro, vamos) contrarrestarlas, del mismo modo que no conviene oponerse al turbión del río, sino nadar en su mismo sentido, acompañando el movimiento sensual de la marea, hasta perderse ...
Ni Juan XXIII, ni Paulo VI (al menos en la mayor parte de su reinado), ni Juan Pablo II, rompieron con el pacto con el mundo, visto aún con la consistencia quasi mineral de esa cantera llamada “progreso”.
Para nosotros es fácil escribirlo, por que desde aquí nada resulta tan obscuro como para ellos en su tiempo, cuyos extravíos y pesares, nada tenebrosos desde nuestro sillón del siglo XXI, reluctaron la luz que alumbró nuestra época. Siempre es así; y también, siempre es bueno recordarlo.El Papa Ratzinger no teme afrontar con espíritu valeroso y crítico las realidades menos perfumadas del presente, como la casi total descristianización europea o la persecusión de los palestinos o los irakíes desplazados por la guerra, y no cede a las concesiones a que la diplomacia vaticana nos tenía acostumbrados. Ciertamente, no es la figura gigantesca del humorista Mastai-Ferreti frente a la caída, encerrado hasta su muerte en la colina Vaticana en protesta contra el horrendo latrocinio que —Don Bosco lo anunció— costaría la caída y la muerte a la casa de Saboya, pero que no quitaría jamás la sonrisa del Papa beato. Es Benedicto XVI dueño de un estilo más reposado, digamos “menos meridional”, que el de su ilustre predecesor, pero al propio tiempo, resulta poseedor de una rica e interesantísima personalidad, que permite contradistinguir netamente y con sorpresa, al otrora afamado teólogo cardenal Ratzinger del Papa Benedicto XVI.
La “comparancia” entre Benedicto XVI y el beato Pio IX no es ociosa; el cardenal Mastai-Ferreti, ocasional compañero de viaje de José de San Martín, ascendió al sillón de Pedro llenando la imaginación de los liberales de su tiempo de innumerables esperanzas; el cardenal Ratzinger, un progresista moderado, llegó al solio petrino como un hombre conocido y aceptable para las zonas menos radicales de los dos sectores enfrentados en la Iglesia. Pero para Dios, el Papa no es un cardenal afortunado sino una herramienta de Su Divina Providencia ... Pio IX terminó siendo un formidable defensor de la Fe, a expensas de su fama liberal.
El blog amigo Cruz y Fierro descubre un importantísimo paso papal en un sentido novedoso, en el saludo navideño de 2005, como una verdadera renovación del aire doctrinal en la Iglesia en la cual Benedicto XVI, de cara al Concilio Vaticano II, admite que es legítimo cuestionar sus canonizados decretos desde la perpectiva de la Tradición, y que es la forma acertada de hacerlo. El mensaje, cuya completa lectura es una obligación, es un análisis breve pero suculento del esterotipo creado a partir de una fantasía llamada “espíritu del concilio”, que fue más una trinchera de contestación anticatólica, que una legítima postura doctrinal de búsqueda de la verdad. Benedicto XVI la estudia sin ningún apasionamiento, casi asépticamente, a la manera en que el patólogo diseca con sincera curiosidad un raro tumor al que se hallaba cercano, presentándola como una ilusión que sufrieron algunos pobres desdichados y de la cual es tiempo de librarse, pero que dejó en la Iglesia la amarga sensación de una frustración para algunos, y de franco cisma para otros, a través de la permanencia histórica de lo que él denomina una hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura, con un acierto indudable.
La frustración que menciona el Papa es real (y no era necesario que lo ratificáramos nosotros); y fue consecuencia de existir en el seno de la Iglesia, una corriente que esperó, con incuestionable sinceridad y hasta con razonable honestidad, que de la propia militancia post-conciliar, conformada a ciertas reglas de conducta, de moral, de liturgia y de doctrina hasta entonces consideradas erróneas o contrarias al Evangelio, se seguiría para la Iglesia una era nueva, de esplendorosa “primavera” y mundanal triunfo —y que sería causa de que fuera perdiendo su identidad, a favor de una supuestamente futura cristificación anhelada y todavía no lograda. Este estatuto nuevo, pasaba por el abandono de los rigores que, según la tradicional espiritualidad cristiana, de cuño benedictino y tomista, debían adoptarse como necesaria compensación a los desórdenes provocados por el Pecado original; falta nuclear que, por esta razón, no tenía por qué infectar todavía la “doctrina” nueva, que ya no necesitaba el “mito moralista” de la Creación y la caída de Adán para el avance de la humanidad, ni por lo tanto tenía cabida en las modernas teologías; las que con toda razón, un sacerdote iluminado caracterizó como “deicidas”. En definitiva, Dios se iba alejando, al paso del crecimiento de la humanidad como factor autónomo de salvación; Dios, después de todo, no salvaría a la Humanidad, como probaba la historia, sino que ésta se alzaría por sí misma, por sus propios méritos, hasta Dios... Estas verdades no surgían directamente del texto histórico Sagrado, pero sí de su interpretación de fe, colada por el famoso e inasible espíritu del Concilio.
Ratzinger acaba de publicar un libro sobre los “mitos” bíblicos de los progresistas, del cual nos hemos ocupado días atrás; esta torcida interpretación mitológica de aquello que es la Eterna Verdad Revelada, y que es el soporte escriturístico indispensable para estas nuevas teologías deicidas cuyas consecuencia ya había denunciado tan sintéticamente en la Navidad de 2005.
Con esta fe corrompida ¿qué cabía esperar, cuál era el objeto de nuestra Esperanza? Nada, pues el futuro dichoso sería obra de nuestras manos, no de Las de Dios. Y eso no se espera, se hace.
El credo escatológico era, y sigue siendo, la fundamental línea divisoria entre aquellos que podríamos ya denominar “progresistas”, y la Tradición católica, la Iglesia de la Promesa, la Iglesia católica. O la humanidad militante, como Iglesia, ingresará por sus propios medios al Reino, merced a una evolución progresiva de sí misma hacia su fin —tal cual propone la épica dialéctica hegeliana, con el concurso eclesial de sus poetas menores y teólogos como Rahner, Tehilard de Chardin o von Balthasar— o bien, Cristo deberá venir a rescatarla de su última y máxima tribulación, provocada por la soberbia de los hombres y por su estupidez, y por la consiguiente turbación de sus facultades afectadas por el pecado que impedirán la visión de la Verdad. El Catecismo de la Iglesia católica, se inclina por esta última doctrina, en forma directa, simple, pero definitiva:
Creemos que es así; no solamente la selección de su nombre es por sí misma una restauración, al apelar al Patrono de Europa, Patriarca del Monacato occidental, como tutor y guía seguro de su pontificado, sino que, como hemos dicho días atrás, su propio pasado progesista es un gonfalón de batalla para quien conoce desde adentro los errores que despedazan la Iglesia. Sabemos que Dios pone a los hombres frente a determinadas circunstancias para que realicen su Misión; algunos le “entran” al problema sin más, como San Benito, el Cid o Santa Catalina de Siena, a expensas de dejar sus piltrafas repartidas por todas partes, pero su tarea cumplida; otros, se buscan a sí mismos en la oportunidad que les da Dios para buscarlo a Él; como Napoleón, a quien se le encomendó liquidar la Revolución Francesa y restaurar una Europa herida por todas partes, y no buscar su gloria y expandir la enfermedad que él, sólo él, podía matar. Solo ante la certeza de la muerte, el Emperador se entregó santamente al Creador, pero su misión quedó inconclusa. Un acercamiento detallista a la Historia reciente, desde esta perspectiva, nos dejaría, pensamos, estupefactos y agriamente sorprendidos; así que ni prenderemos la luz, dándonos por satisfechos con solo mencionarlo.
Benedicto XVI, creemos, ha sido elegido por Dios para restaurar en serio la Iglesia destrozada, post primaveral y post conciliar, sellando las brechas, sanando las heridas, curando las llagas, restaurando la Esperanza y, al soldar los eslabones rotos de la Tradición, reponiendo la Fe verdadera. Los que comentamos aquí son sus primeros pasos, y parecen señalar esa dirección, a la cual parece dirigirse con decisión y sin descanso.
Recemos para que él acepte la Misión de su vida y para que Dios lo fortalezca, lo proteja, lo haga feliz en la tierra y lo libre de la mano de sus enemigos; y que de su mano, comience una nueva Navidad para la Iglesia.
El abandono de la lucha, especialmente en el concluyente terreno de los gestos, y la correlativa aceptación de la prevalencia (por lo menos en lo inmediato) de unas realidades temporales adversas al Evangelio, principia, acaso, con S. S. León XIII, primer Pontífice que, sin abdicar todavía totalmente de la lucha, consiente en pactar con el mundo revolucionario que domina el escenario político universal. En sus días, no quedan ya príncipes cristianos, con la posible y fragmentaria excepción del Emperador Francisco José I, de Austria-Hungría, cuya casa está también como pervadida por el tufo revolucionario de las ideas nuevas, e invariablemnte atacada por la tristeza de múltiples atentados mortales; ya por que las ideas de los católicos son definitivamente pesimistas en lo político (el Catolicismo: ¿no es pesimista respecto de la naturaleza humana ...?) o decididamente nostálgicas, como atestiguan las obras de Donoso Cortés, el conde de Maistre o el propio Balmes; ya, por que la lucha militar está perdida, parece como que el reconocimiento del “mundo” —en la peor de sus tres acepciones— es una imposición de la hora. La lucha parece perdida, y a las fuerzas del “progreso” —como desafían tronantes los ideólogos de entonces, como los de hogaño— no es sensato (ni seguro, vamos) contrarrestarlas, del mismo modo que no conviene oponerse al turbión del río, sino nadar en su mismo sentido, acompañando el movimiento sensual de la marea, hasta perderse ...
Ni Juan XXIII, ni Paulo VI (al menos en la mayor parte de su reinado), ni Juan Pablo II, rompieron con el pacto con el mundo, visto aún con la consistencia quasi mineral de esa cantera llamada “progreso”.
Para nosotros es fácil escribirlo, por que desde aquí nada resulta tan obscuro como para ellos en su tiempo, cuyos extravíos y pesares, nada tenebrosos desde nuestro sillón del siglo XXI, reluctaron la luz que alumbró nuestra época. Siempre es así; y también, siempre es bueno recordarlo.El Papa Ratzinger no teme afrontar con espíritu valeroso y crítico las realidades menos perfumadas del presente, como la casi total descristianización europea o la persecusión de los palestinos o los irakíes desplazados por la guerra, y no cede a las concesiones a que la diplomacia vaticana nos tenía acostumbrados. Ciertamente, no es la figura gigantesca del humorista Mastai-Ferreti frente a la caída, encerrado hasta su muerte en la colina Vaticana en protesta contra el horrendo latrocinio que —Don Bosco lo anunció— costaría la caída y la muerte a la casa de Saboya, pero que no quitaría jamás la sonrisa del Papa beato. Es Benedicto XVI dueño de un estilo más reposado, digamos “menos meridional”, que el de su ilustre predecesor, pero al propio tiempo, resulta poseedor de una rica e interesantísima personalidad, que permite contradistinguir netamente y con sorpresa, al otrora afamado teólogo cardenal Ratzinger del Papa Benedicto XVI.
La “comparancia” entre Benedicto XVI y el beato Pio IX no es ociosa; el cardenal Mastai-Ferreti, ocasional compañero de viaje de José de San Martín, ascendió al sillón de Pedro llenando la imaginación de los liberales de su tiempo de innumerables esperanzas; el cardenal Ratzinger, un progresista moderado, llegó al solio petrino como un hombre conocido y aceptable para las zonas menos radicales de los dos sectores enfrentados en la Iglesia. Pero para Dios, el Papa no es un cardenal afortunado sino una herramienta de Su Divina Providencia ... Pio IX terminó siendo un formidable defensor de la Fe, a expensas de su fama liberal.
El blog amigo Cruz y Fierro descubre un importantísimo paso papal en un sentido novedoso, en el saludo navideño de 2005, como una verdadera renovación del aire doctrinal en la Iglesia en la cual Benedicto XVI, de cara al Concilio Vaticano II, admite que es legítimo cuestionar sus canonizados decretos desde la perpectiva de la Tradición, y que es la forma acertada de hacerlo. El mensaje, cuya completa lectura es una obligación, es un análisis breve pero suculento del esterotipo creado a partir de una fantasía llamada “espíritu del concilio”, que fue más una trinchera de contestación anticatólica, que una legítima postura doctrinal de búsqueda de la verdad. Benedicto XVI la estudia sin ningún apasionamiento, casi asépticamente, a la manera en que el patólogo diseca con sincera curiosidad un raro tumor al que se hallaba cercano, presentándola como una ilusión que sufrieron algunos pobres desdichados y de la cual es tiempo de librarse, pero que dejó en la Iglesia la amarga sensación de una frustración para algunos, y de franco cisma para otros, a través de la permanencia histórica de lo que él denomina una hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura, con un acierto indudable.
La frustración que menciona el Papa es real (y no era necesario que lo ratificáramos nosotros); y fue consecuencia de existir en el seno de la Iglesia, una corriente que esperó, con incuestionable sinceridad y hasta con razonable honestidad, que de la propia militancia post-conciliar, conformada a ciertas reglas de conducta, de moral, de liturgia y de doctrina hasta entonces consideradas erróneas o contrarias al Evangelio, se seguiría para la Iglesia una era nueva, de esplendorosa “primavera” y mundanal triunfo —y que sería causa de que fuera perdiendo su identidad, a favor de una supuestamente futura cristificación anhelada y todavía no lograda. Este estatuto nuevo, pasaba por el abandono de los rigores que, según la tradicional espiritualidad cristiana, de cuño benedictino y tomista, debían adoptarse como necesaria compensación a los desórdenes provocados por el Pecado original; falta nuclear que, por esta razón, no tenía por qué infectar todavía la “doctrina” nueva, que ya no necesitaba el “mito moralista” de la Creación y la caída de Adán para el avance de la humanidad, ni por lo tanto tenía cabida en las modernas teologías; las que con toda razón, un sacerdote iluminado caracterizó como “deicidas”. En definitiva, Dios se iba alejando, al paso del crecimiento de la humanidad como factor autónomo de salvación; Dios, después de todo, no salvaría a la Humanidad, como probaba la historia, sino que ésta se alzaría por sí misma, por sus propios méritos, hasta Dios... Estas verdades no surgían directamente del texto histórico Sagrado, pero sí de su interpretación de fe, colada por el famoso e inasible espíritu del Concilio.
Ratzinger acaba de publicar un libro sobre los “mitos” bíblicos de los progresistas, del cual nos hemos ocupado días atrás; esta torcida interpretación mitológica de aquello que es la Eterna Verdad Revelada, y que es el soporte escriturístico indispensable para estas nuevas teologías deicidas cuyas consecuencia ya había denunciado tan sintéticamente en la Navidad de 2005.
Con esta fe corrompida ¿qué cabía esperar, cuál era el objeto de nuestra Esperanza? Nada, pues el futuro dichoso sería obra de nuestras manos, no de Las de Dios. Y eso no se espera, se hace.
El credo escatológico era, y sigue siendo, la fundamental línea divisoria entre aquellos que podríamos ya denominar “progresistas”, y la Tradición católica, la Iglesia de la Promesa, la Iglesia católica. O la humanidad militante, como Iglesia, ingresará por sus propios medios al Reino, merced a una evolución progresiva de sí misma hacia su fin —tal cual propone la épica dialéctica hegeliana, con el concurso eclesial de sus poetas menores y teólogos como Rahner, Tehilard de Chardin o von Balthasar— o bien, Cristo deberá venir a rescatarla de su última y máxima tribulación, provocada por la soberbia de los hombres y por su estupidez, y por la consiguiente turbación de sus facultades afectadas por el pecado que impedirán la visión de la Verdad. El Catecismo de la Iglesia católica, se inclina por esta última doctrina, en forma directa, simple, pero definitiva:
677. La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).¿Es Benedicto XVI un Papa puesto por Dios para terminar con la herejía progresista, y acaso entregar su vida en esa lucha?
Creemos que es así; no solamente la selección de su nombre es por sí misma una restauración, al apelar al Patrono de Europa, Patriarca del Monacato occidental, como tutor y guía seguro de su pontificado, sino que, como hemos dicho días atrás, su propio pasado progesista es un gonfalón de batalla para quien conoce desde adentro los errores que despedazan la Iglesia. Sabemos que Dios pone a los hombres frente a determinadas circunstancias para que realicen su Misión; algunos le “entran” al problema sin más, como San Benito, el Cid o Santa Catalina de Siena, a expensas de dejar sus piltrafas repartidas por todas partes, pero su tarea cumplida; otros, se buscan a sí mismos en la oportunidad que les da Dios para buscarlo a Él; como Napoleón, a quien se le encomendó liquidar la Revolución Francesa y restaurar una Europa herida por todas partes, y no buscar su gloria y expandir la enfermedad que él, sólo él, podía matar. Solo ante la certeza de la muerte, el Emperador se entregó santamente al Creador, pero su misión quedó inconclusa. Un acercamiento detallista a la Historia reciente, desde esta perspectiva, nos dejaría, pensamos, estupefactos y agriamente sorprendidos; así que ni prenderemos la luz, dándonos por satisfechos con solo mencionarlo.
Benedicto XVI, creemos, ha sido elegido por Dios para restaurar en serio la Iglesia destrozada, post primaveral y post conciliar, sellando las brechas, sanando las heridas, curando las llagas, restaurando la Esperanza y, al soldar los eslabones rotos de la Tradición, reponiendo la Fe verdadera. Los que comentamos aquí son sus primeros pasos, y parecen señalar esa dirección, a la cual parece dirigirse con decisión y sin descanso.
Recemos para que él acepte la Misión de su vida y para que Dios lo fortalezca, lo proteja, lo haga feliz en la tierra y lo libre de la mano de sus enemigos; y que de su mano, comience una nueva Navidad para la Iglesia.
¡Feliz Navidad Su Santidad!
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