lunes, 13 de abril de 2020

La Revolución soroástrica

Es absolutamente claro, para quien quiera ver la realidad y no pretenda seguir mirando fuera del tarro, hacia esas sombras de sus peores y más funestas pesadillas y temores, que esta cuarentena, o lo que sea que fuera —porque las cuarentenas eran el aislamiento forzado de los enfermos y no de los sanos— y porque se practicaba con algunos pocos viajeros, y no con millones de habitantes de un país básicamente sano, pero enfermo de estupidez y ceguera; que esta cuarentena, decíamos, no tiene ni ha tenido nunca una finalidad sanitaria. A lo sumo, como excusa, como pretexto o como escenario, pero nunca como realidad.

Lo cual, por desgracia, se deja entrever con relativa facilidad entre las plumas carroñeras (de escritorzuelos y de tramoyistas...) que los políticos ponen en escena frente a los ojos del pueblo, a fin de lograr su más perfecta idiotización y engaño. Pero no bien se manejan criteriosamente las pocas informaciones veraces disponibles, la tramoya cae completa y hecha añicos, a los pies de los camorristas y ante la vista de cualquiera que no quiera seguir tapándose los ojos.

El discurso parafrástico del Viernes Santo, con clara intención de ocultamiento, no ocultó en efecto nada de lo esencial; que no hay mayor signo de desprecio que intentar engañar con la verdad. Jamás se había visto entre nosotros que un político osara secuestrar y profanar las fechas santas, para adornarse de supuestas virtudes mundanas mediante chocarrerías de ocasión. Por lo menos hasta que ciertos verborrágicos pajarracos perpetraron la invasión, primero, del púlpito reservado a la cátedra de la Palabra de Dios; y después y ante el permisivismo cómplice de los inservibles custodios, simplemente los enteros templos (los católicos, ¡por supuesto!) para reiventar el ya gastado escenario partidario o para refutar aquellas mismas verdades cuya prédica justificara la existencia de esas cátedras profanadas. Templos que, ahora, cerrados al Culto verdadero y escondiendo aún más al Dios verdadero y escondido, encuéntranse ahora habilitados como centros vacunatorios de cuarta categoría, en medio de un risible y contradictorio escenario de amancebamiento viral.

El parlanchín informó a la Nación toda que, gracias a él (por supuesto, dijo gracias al comprensivo pueblo... que lo habría votado) no nos habíamos visto obligados a rendir una exorbitante cuenta de infectados, restando apenas una cifra real bastante menor a los 2.000 —atención: entre los anteriores y los actuales—, después de más de mes y medio de lanzadas las paroxísticas alertas que, con o sin razón, alarmaban con la promesa de miles de muertos y centenares de miles, sino millones, de infectados. Por supuesto, citó al “enemigo invisible” —suprema impostura burlesca a todos los oyentes— antes de soltar sus patoteriles amenazas penales que, no creemos errar en esta apreciación, intentarán sostener las sucesivas etapas del plan que vamos a explicar. La quasi sincera exposición de un "medio" —que pese a su pomposo nombre y sus buenas intenciones no logra llegar a la mitad de nada— deja aclarado el tópico: «Pero cuando las preguntas (del encuestador) se orientaron respecto a quienes infringen la cuarentena y a los empresarios especuladores, en un giro punitivista sin precedentes, el 94,8% apoyó la criminalización de infractores y un 82,1% el control estatal de la producción y distribución de bienes esenciales No mintió cuando habló del Enemigo Invisible; y es invisible porque existe más que nada en la imaginación de un pueblo devastado durante años por la tiranía de una propaganda falsaria, repugnante y depresiva. Desde luego, los virus son visibles; con microscopios, que para eso existen, pero son visibles. Fuera furcio o acto fallido, el reconocimiento de haber empeñado a toda la Nación en una guerra contra algo que no es visible, nos releva de mayores pruebas acerca de la existencia de esta complaciente patraña.

Guardado en su tintero quedó que la cantidad de víctimas fatales —reales o figuradas, porque la información oficial no permite saber las causas reales de las defunciones contabilizadas por el trampero Ginés— ha sido, desde que el Gobierno comenzara a sembrar el pánico, las cuarentenas o los demás abusos de poder, prácticamente la misma o aún menor, que las cobradas en los pocos segundos de aquel fatídico 22 de febrero de 2012, cuando el espantoso accidente de la Estación Terminal (en su sentido más trágico) de la Plaza Miserere, del ramal ferrocarrilero tan justicieramente llamado Sarmiento —denominado el tren de la muerte por el pueblo— se cobrara las vidas de 52 personas; más un saldo de unos 700 heridos de los cuales muchos, tal vez la mayoría, fallecieron más tarde a consecuencia de las gravísimas lesiones recibidas. Se le podrían sumar algunos cuantos decesos más: 11 muertos y 228 heridos provocados por el fatal accidente ferroviario en la Estación Flores del ferrocarril Sarmiento (sí, el mismo ramal de antes); el 13 de septiembre de 2011. En ninguno de esos episodios, poseedores del incuestionable derecho a ser considerados hitos históricos como el que más, se oyó la voz de su actual compañera de fórmula, en ningún sentido. Ni se dictaron decretos inconstitucionales y draconianos para amansar y doblegar la moral de los parientes de las víctimas ni a la población con la amenazante promesa de su encierro indefinido... a causa de la culpa de ser argentinos y estar sanos, como ahora.

Por el contrario, los que siempre gozaron de libertad incondicional por tiempo indefinido fueron los secuaces de aquellos gobiernos de ocupación, muchos de los cuales han retornado a sus habituales “ministerios” ganados tras muchos años de militancia ideológica.

El hombre fue clarísimo y hasta acertado en la táctica de un discurso neblinoso y crepuscular: Afirmó preferir un desconocido aumento de la pobreza nacional, que no es poca ni mucha sino muy grave, en canje a no tener que contar unos cadáveres que, ciertamente, se acumulan solamente en su imaginación, a fin de alimentar la de los oyentes; porque desde que comenzó este infernal paroxismo de la epidemia o lo que fuera, no se ha hecho otra cosa que hablar y hablar de miles y miles de infectados y muertos, para aterrorizar, nada menos, que a quienes ya estábamos de antemano destinados a la muerte, de la cual —como es sabido— nadie escapará. Por la causa que fuera, la muerte siempre es muerte y a todos nos llegará: POR coronavirus, o CON coronavirus en algunos (muy pocos) casos, que todavía no es muy claro este renglón de las estadísticas oficiales. Pero nadie parece haber reparado en la astucia de esta pequeña estratagema de prestidigitación verbal (si se permite la extrapolación) consistente en asustar a 50 millones con un acontecimineto que, de todas maneras y más tarde o más temprano, sucederá igual hágase lo que se hiciere. Más todavía: su asombrosa monserga prácticamente deja suspensa en el aire la idea que él, que es el héroe humilde —cualidad que se está pregonando de ciertos personajes públicos con notoria ausencia de virtudes reales— de la jornada, ha vencido a la muerte, domesticado a la bestia invisible, el virus maligno e impalpable que tiene aterida a toda la nación. Que para muchos —porque sensatos algunos quedan— no es otro que el propio disertante.

En síntesis, más de lo mismo: Cifras acomodaticias y gigantomaquia matemática, exageración radical de los hechos más simples o, inclusive, intrascendentes, y una confusa miniaturización de toda la gama de soluciones reales aplicables al problema —real o ficticio, repetimos— con el correspondiente fuerte incremento dialéctico de las alternativas; que son las claves usuales para enrevesar y confudir a toda una sociedad reducida a la inanidad por el miedo, en un clima propicio al golpe de estado, al cambio violento e inconstitucional de rumbo con frente a un destino que, por lo menos al pueblo, le aparece incierto y probablemente desdichado, si hemos de juzgarlo por las herramientas puestas en acción por sus autores. No en vano algunos profetas regulares de la subversión, como el mundialista de marca Henry Kissinger, llevando a cuestas su impenitente casi centuria, o el recientemente revelado episodio de George Soros que habría exigido al presidente argentino de ocupación que se aumente la presión sobre la economía, salen a auxiliar a éstos, sus epígonos locales. El gobierno no ha desmentido la llamada del magnate financiero al presidente, ni tampoco ha dejado de obedecerle...

Fértil e ideal terreno para sembrar una revolución “en paz”, es decir, subvertir todo el orden establecido, sin que los ánimos enmohecidos por el encierro, el desencanto y, acaso, la depresión desmoralizante, se levanten en franca oposición al nuevo y perjudicial estado de cosas.

Lo que parece ya irremediable y, sino confesado, paladinamente admitido, es que tode este proteico escenario de encierros, enfermedades fantasmales, barbijos, amenazas policiales y judiciales y, más que nada, millones de parados forzosos, tiene como destinataria a la otrora fortísima clase media; la cual ahora se tambalea bajo el peso de un cese forzado de actividades de un injustificable alcance nacional, amenazándola con grave ruina. Ya dijo el hombre que eso, por lo menos a él, no le importa y que hasta lo prefiere “a lo otro”: prefiere, en sus palabras, que baje un 10% el PBI antes que los muertos, bla, bla, bla.... Sanata pura: Porque no se trata, en verad, de bajar o subir un porcentaje del Producto Bruto Interno de aquí o de Marte. Lo real que encierra la irresponsable frase, es la suerte fatal de una gran cantidad de vidas, seguramente millones, que se verán definitivamente afectadas y perjudicadas por todo esto; pero el número que fuera, a este hombre no le importa, a tal punto, que prefiere reducirlo a una serie de porcentajes estadísticos, antes que admitir lo que en efecto son: vidas humanas en medio de una crisis inmensa que las tiene por víctimas.

Ya decía José Antonio Primo de Rivera que, donde existiera una clase media fuerte, no triunfaría nunca una ideología política perniciosa y segurmente, ninguna tiranía, como el comunismo. Porque la clase media es decidida y, tan cercana como está de la pobreza, de la cual es compañera vital por pura proximidad física, y de la cual huye con constancia, esfuerzo y tesón, luchará con denuedo para mantener lo que ha alcanzado y le pertenece con todo derecho. Por cierto, bajo la acerba crítica, ruin y envidiosa, de los marxistas, que siempre han querido reservar su mayor vituperio y desprecio hacia quienes ellos llaman despectivamente los “burgueses” —acaso por no poseer su cualidad moral del esfuerzo cotidiano superador, o tal vez a causa de esa debilidad moral del ideólogo, sumada a innegable estupidez y la haraganería propia del revolucionario profesional— y a quienes ven como sus peores obstáculos; antes bien que a los verdaderos enemigos de la clase menos favorecida: los que acumulan riquezas y desprecio por esta clase trabajadora en ascenso, a la cual también quieren destruir —llamando presidentes si es preciso— pero únicamente para ponerla a su servicio a precio de ocasión, de remate. Por eso, por concitar el odio de los dos materialismos, siempre congeniales y siempre socios en lo básico, es decir, en su mística materialista, codiciosa, ruin y envidiosa, la clase media está llamada a sufrir los ataques desde uno y otro lado; y por lo tanto, obligada a defenderse con todo lo que tiene a su disposición, tanto del capitalismo liberal, como del marxismo revolucionario.

Atención pues: Este abortista de turno y que ha sentado a otro igual o peor que él en el manejo de la política sanitaria nacional, aposentado en el sillón merecidamente llamado “de Rivadavia”, no solamente intentará matar a los hijos y nietos de los argentinos, impidiéndoles nacer; al presente quiere quebrarlos o matarlos a ellos, moral y económicamente, para reducirlos a la piltrafa de una clase menos que obrera —o, como se dice por aquí con inexcusable servilismo ideológico: “trabajadora”, como si los demás fueran todos haraganes—, reconvertida por arte del aplastamiento en pura clase servil, esclava y empobrecida; y de paso, embrutecida en el escarnio de la lujuria fomentada, y envilecida con un asistencialismo de cuenta gotas del todopoderoso gobierno... mundial, del cual dependerán sus vidas y las de los suyos y sumirlos en el servicio de los acaparadores que, tontos no son, ya no consienten el “cuentapropismo”. Jorge Bergoglio nos acaba de regalar otra perlita para la corona (virus) del poder mundial, al recitar proféticamente su monserga del salario universal; eso es lo que busca el poder mundial: un mundo se asalariados cuya conducta servil será la regla para medir sus subsistencias. Es decir, la destrucción sistemática de la verdadera libertad de empresa. Eso es lo que busca este encierro: quebrar moralmente toda resistencia para desarmar el mundo que conocemos, y rearmarlo a gusto de los poderosos. No confundirse en esto: los comunistas y los liberales son codiciosos, cada uno a su modo, y antagonistas en lo mediato; pero los dos comparten el mismo odio por la independencia económica de los demás, a los que ven como objeto de su saqueo, al vaivén de su común adoración al dios Mammón. Y ninguno de los dos tiene piedad de nada.

Al mismo tiempo, se intentará cernir al máximo aquella única tabla de salvación que, profetizando sobre estas dos devastadoras bestias, las ha anatematizado para advertencia del mundo: la Religión católica, santa y verdadera, a la cual se intentará reducir al nivel de un club de fútbol —ya existe la competencia de ambos quehaceres por la primacía de los horarios dominicales; sin que nadie, pero nadie, hubiese querido ver la malicia de tan “inocente coincidencia”, a la que consideraban estúpidamente deliciosa— tal como ya está sucediendo en Italia en estos precisos momentos. Se han reabierto los bares, las casas de comercio y, en general, se ha reanudado la vida más o menos normal, menos ... los espectáculos deportivos y las funciones religiosas, que continúan suspendidas sine die. Los obispos —en general decimos, salvando los deseables casos particulares— ni mú y el ex—Vicario de Cristo, tampoco ha abierto la boca, pese a ser tan suelto de fonaciones vacuas o displicentes; y a no ser para adelantar las bondades de ese hipotético “salario universal”, paga que vendría a ser por el trabajo esclavo del que estamos hablando. Los presidentes de los clubes de fútbol, en cambio, sí que han puesto el grito en el Cielo; que es dónde deberíamos ponerlo nosotros, los católicos y sobre todo los que no lo son porque, después de todo, los bautizados tenemos el Cielo más disponible, si hemos de creer en la gracia propia del Sacramento del Bautismo.

No creemos en una represión sangrienta del catolicismo, aunque pudieran existir casos aislados. El demonio que rige los destinos del presente enemigo desea ganar las almas perdidas, después que se pierdan, mas no crear mártires que, no solamente se van al Cielo, sino que su sangre es semilla de santidad futura.

¿Lograrán llevar a cabo este plan las fuerzas ... que sean? No lo sabemos; tampoco lo creemos fácil ni posible en muchos aspectos. Pero es evidente que es lo que se intenta hacer —y entre nosotros a todo vapor— sobre todo en países de pasado católico o mayoría católica. Casualidades nomás ...

El motivo de nuestra esperanza —porque la tenemos y por eso nos atrevemos a asumir esta horrenda tarea de poner por escrito estas cosas— es primero y primordial, de orden sobrenatural porque, tal como lo hemos afirmado tantísimas veces en este reporte: El Plan de Dios no puede fracasar, aunque se piense que el demonio tiene poder suficiente para demorarlo. Perp si Dios ha permitido todos estos males, e inclusive si ha consentido que su cínica formación tuviera lugar bajo nuestras propias narices, cuanto asimismo ha querido permitir lo que haya tenido esta epidemia y sus consecuencias políticas de castigo y prueba para una cristiandad abotargada por la herejía y la apostasía, es porque Él puede sacar bienes de cualesquier males, quedando patente así la Gloria de Dios. Y cuánto más notoria sea la Gloria de Dios, más cercana está la salvación de los hombres; esa es la causa del celo de los santos por la Gloria de Dios. No hay, no existe, argumento más extremo y poderoso a favor de la santidad que la propia Gloria de Dios, visto que nadie —ni siquiera los que han perdido el juicio, que al día de hoy no son pocos ni anónimos...— desean su propio mal, sino que la aspiración al bien es no solamente la más fuerte tensión de la naturaleza, sino que cuanto mayor sea el bien anhelado, mayor esfuerzo se impondrá a su consecución. Y la Gloria de Dios, gozarla para siempre, insertarse en la Vida Divina, es el bien supremo por antonomasia y que, cuando fuera expuesto por Dios mismo, atraerá hacia Sí toda la creación en un instante como la Luz Indefectible a los ciegos.

Lo segundo, es de orden natural y tiene dos renglones que parecerían complementarios: Uno, que el materialismo es estéril a la hora de pretender demoler las cosas del espíritu, razón por la cual ha tenido históricamente que valerse del asesinato; y no tanto por no creer en ellas, que de todas formas no las cree, sino por prescindir de ellas y no conocerlas como se debería conocer a cualquier enemigo al que se quiera debelar. Pero el espíritu es el resorte de las obras corporales del hombre; los marxistas no lo creen porque desprecian, o descreen, lo que hay de eterno en las cosas humans, como ejemplificara F. Engels en su subversiva y miope obrita de ciencia ficción “El origen de la familia, la propiedad y el estado”, que ha un merecido lugar precipuo en el museo de los fracasos anunciados o de las profecías insensatas. Dos: al menos por aquí, el proyecto no se presenta tan fácil a pesar de mantenerse asustada a la población, drogada y docilizada con el doble terror del bicho invisible y de la policía y la cárcel, sea de esto último lo que fuere. Por lo tanto, cuando el hombre normal, ahora asustado, comprenda que la muerte con que le atemorizan, tarde o temprano le alcanzará porque es un débito de obligado pago, solamente por haber vivido sin importar si lo ha hecho bien o mal, perderá el supersticioso temor que le produce algo desconocido que, de todos modos, a todos nos ha de alcanzar; y entonces saldrá a defenderse. Sobre todo, si prevé que su muerte llegue con la ruda secuela de la pobreza para los deudos que deja, a pesar de haber llevado una vida previsora, dedicada al trabajo y al sacrificio y como neta consecuencia del saqueo estatal y de su cobardía pasada. Es cierto que todos, pero absolutamente todos, nacemos y morimos en la más extrema pobreza; pero no hay porque dejar desamparados a los que quedan en este mundo por no haber sabido defender nosotros, aún a costa de la vida, los bienes que Dios nos ha dado; cuando esto se comprenda y suceda lo que tiene que suceder —decimos— y no antes, la resistencia andará cercana y el fin del experimento, será un hecho.



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