domingo, 5 de abril de 2020

Encerrona

Por esas cosas que a veces tiene uno de fakir o, acaso, de masoquista irredento, y para ayudar a pasar las largas horas de nuestro decretísimo encierro, este cronista tuvo la idea, nada mala en principio, de ver una película española reciente ... Como es ya connatural a las producciones españolas, cuenta con excelentes actuaciones y una magnífica producción que, emparejada con un fotografía insuperable y una dirección bien lograda, hace que el espectáculo visual sea memorable. Sobre todo, ahorrándonos a nosotros, pobres víctimas, aquellas exageraciones de los espectaculares pero desagradables efectos especiales hollybudenses. En lo demás, parece de Hollywood. O de Hellwood, mejor. Hay blasfemias a porrillo, insultos a la Patria, militares siempre desengañados de su deber, que sólo Dios sabe porque entonces lo cumplirán y algún fraile, fatalmente drogadicto y, por supuesto, ateo. De la historia auténtica -la de buenas y confiables fuentes- nos parece que nada de nada.

La película es una versión nueva de “Los últimos de Filipinas”, de Antonio Román, estrenada en 1945. Román era un director español de películas clase B, generalmente bien hechas. Como casi todo el cine europeo, el libreto cinematográfico es excepcionalmente bueno; obra del diplomático, compositor y escritor español Enrique Llovet, a quien pertenece el boceto original para difusión radiofónica, y el guión hecho en colaboración con Enrique Alfonso Barcones y Rafael Sánchez Campoy. Del cual, es bueno tenerlo presente, no ha quedado casi nada en esta remake, salvo los hechos esenciales. Llovet ha sido también el autor de la bellísima y melancólica habanera “Yo te diré”, que canta Nani Fernández en la versión de 1945.

Las actuaciones son muy buenas, especialmente la de Luis Tosar en el papel del teniente Cerezo; es un actor creíble, natural y de buen oficio, sin ese sobrecargo de dramatismo que algunos colegas transatlánticos, ocasionales compañeros de reparto que cruzan el mar para buscar cierto éxito que su terruño les niega. La producción es bastante buena aunque creemos que el vestuario deja algunas pequeñas astillas al aire; la fotografía, elogiable, como casi siempre sucede con el cine peninsular. El lenguaje no es de fines del siglo XIX, se nos ocurre.

El Sitio de Baler puede considerarse la última gran hazaña del Imperio Español con la cual se cierra heroicamente, como no podía ser de otra manera, su existencia. Los hechos son éstos: Unos sesenta soldados españoles se encierran en una pequeña capilla en el pueblo de Baler, isla de Luzón, para resistir o morir en el intento, un asedio de los tagalos filipinos rebeldes, cosa que hacen durante, nada menos, que un año casi completo. Finalmente caen en razón que España se ha rendido a los yankis y que éstos se han dado a la, para ellos, familiar tarea de masacrar a los ingenuos filipinos. Hay algunos desertores y dos son fusilados por el terrible jefe del destacamento, Teniente Cerezo; sin él, la hazaña no habría sido posible, no existiría. La férrea determinación castellana corre naturalmente por sus venas tremendas y decididas, con el mismo vigor con que los soldados y misioneros castellanos recorrieran toda América a pie, conquistando y evangelizando, todo a una. Y no solamente por las de él, sino por las de todo el destacamento. Sabemos a ciencia cierta que han sido los soldados quienes instaran a su jefe a resistir, siguiendo la prédica de dos frailes heroicos que la película no solamente convierte en uno solo, sino por añadidura drogón, mostrenco y hasta ateo por donde se mire. Desde luego, no es una película histórica, sino sobre un hecho histórico.

El problema, porque aquí hay uno, es que no está reflejando —aún con las indispensables noveleras licencias— el verdadero espíritu de los sitiados de Baler, herederos incuestionables del heroísmo español y ellos mismos actores de una asombrosa hazaña la cual, sin enorme grandeza de ánimo, no fuera posible; más bien se refleja a algunos peninsulares de hoy en día: cobardes, resueltos sí, pero para vivir en la inmundicia, apáticos con su Patria y, lo que es peor, apóstatas de Su Dios. No son españoles; por lo menos no de la clase que aquí llamamos españoles, sino meros peninsulares: modernos, progres, cínicos y democráticos. El director de la vista, además, nos quiere dejar sembrada la idea de la existencia de algunas sucias intenciones detrás de una determinación heroica que, o fué realmente heroica, o sencillamente no hubiera podido ser; incurre así en una infeliz contradicción que ni es española, sino saturnina, ni heroica. Más bien cubana moderna, castrista, como el libretista, o guionista de la cinta, oriundo de la feliz isla de Fidel. Vaya uno a saber qué puede pasar por la cabeza de un cubano milenial filmando una hazaña española del siglo XIX.

Cuando se le pregunta a un español contemporáneo cuándo terminó ese formidable imperio donde jamás se ponía el sol, afirman sin titubear que cuando se perdió Cuba y Filipinas tras la Guerra del 98. Esa es la percepción popular más común. Sin embargo, ni Cuba ni Filipinas eran ya, propiamente, reinos de un Imperio sino que, a osadas de los borbónicos despropósitos inaugurados por Felipe V, eran simples reliquias del pasado imperial, cachondas colonias que no dudaron ni un instante en aceptar a su nuevo dueño en lugar del español. Así les fue, es claro. Es llamativo este gesto negacionista ibérico respecto del Gran Imperio perdido por Fernando VII entre 1814 y 1819, cuando se negara a reconocer a sus vasallos de los Reinos de Indias como los verdaderos sostenerdores de su corona imperial de Castilla. El Manifiesto del Congreso de Tucumán habla, comprensiblemente, de “tamaña ingratitud” del rey; Fernando era un rey ingrato, o más bien un auténtico y descarado rufián y un patán asombroso. No solamente se negó a recibir a los embajadores rioplatenses que le ofrecían la restitución del Imperio de sus antepasados, en 1814, sino que mientras México se debatía con estertores de guerra interior, vendió a los norteamericanos buena parte del Virreynato de Nueva España por medio del Tratado de Adams-Onís, violando la regla de la “inenajenabilidad americana” (Libro III, título Primero, Recopilación de Indias, 1680), dispuesta por Carlos V. Caso notable y vinculado a los episodios que muestra esta vista, es el de don Emilio Aguinaldo, primer Presidente de la República de Filipinas en 1898, quien acudiera en 1941 al funeral por Alfonso XIII organizado en Manila por los españoles residentes. No poca sorpresa causó a los presentes; pero mucho mayor fue la declaración que dejara asentada 15 años más tarde, ya casi centenario:

Sí. Estoy arrepentido en buena parte por haberme levantado contra España y es por eso que, cuando se celebraron los funerales en Manila del Rey Alfonso de España, yo me presenté en la catedral para sorpresa de los españoles. Y me preguntaron por qué había venido a los funerales del Rey de España en contra del cual me alcé en rebelión… Y, les dije que sigue siendo mi Rey porque bajo España siempre fuimos súbditos, o ciudadanos, españoles pero que ahora, bajo los Estados Unidos, somos tan solo un Mercado de consumidores de sus exportaciones, cuando no parias, porque nunca nos han hecho ciudadanos de ningún estado de Estados Unidos… Y los españoles me abrieron paso y me trataron como su hermano en aquel día tan significativo…

16 de diciembre de 1958.

Luego del “destape”, los derechos de bragueta —como risueñamente los llama el gran Gordo de Prada— con que soñaba el peninsular medio y la descalificación planificada de todo aquello que fuera auténticamente propio y católico, han encontrado su “nicho” en el celuloide peninsular. Cierto que no ha hecho carrera y lo que el público —que tonto no es y sabe muy bien por qué pagar— ha elegido no son las comedias inmorales o los bodrios pornocráticos y antifranquistas elogiados por la prensa, siempre venal, del régimen; los que habrán pasado, conforme a sus méritos, sin ninguna pena que pagar ni alguna gloria que les honre. La elección ha recaído en cierto cine dramático o humorístico y también el de corte policial o de suspenso, donde el ingenio local suple con holgura la tontera de los “efectos especiales”. Un ejemplo destacable es la película “Contratiempo”, de Oriol Paulo, 2016, que a nuestro juicio es una verdadera joya cinematográfica. Es verdad que estos frutos en sazón son cada vez más escasos porque, de alguna manera, el cine no deja de revelarnos los defectos y acaso las pocas virtudes del pueblo que los produce y los consume. Si la “Guerra de las Galaxias” es un mamarracho congenialmente yanki, cosa que nadie osa dudar, España, pensamos, tiene todavía algunas cosas para ofrecer en este difícil y altamente competitivo renglón del fotograma. Son cada vez menos por desgracia, porque la democracia, el sanchopancismo y la extrema acidez de una autocrítica rayana en la locura suicida y siempre enfermiza y macaneadora, adunada a esa hipoteca “progre” que embarga todo lo bueno, los ha dejado sin temas que tratar con la elegancia, la frescura y el color que el medio requiere. Algunos parecen haber olvidado que el celuloide es vengativo; su arma predilecta es un ridículo imborrable.

Pero el cine español en su conjunto, ha sido magnífico y eso no se puede negar, cuanto que abarca varias décadas de genuinas creaciones geniales. Parecía un arte que había sido creado para ser español; los españoles son grandes actores natos y han tenido magníficos directores y fotógrafos y, en muchas ocasiones, han sabido burlarse de sí mismos con humor y grandeza, algo muy hispano, como prueban irrefutablemente Quevedo y Cervantes. Recordamos aquí “Bienvenido Mr. Marshall” y “El verdugo” o la más reciente “El Abuelo”, protagonizada por Fernán Gómez y Rafael Alonso sobre una novela de Benito Pérez Galdós; unas genialidades que, volvemos a decirlo, no se han visto precisadas de masacrar torrentes de dólares en producción ni al sentido común, ni ofender la inteligencia ni la prosapia del espectador, todo a una, para llegar a ofrecer un genuino espectáculo.

«—Oiga Usté; pero todo eso del masoquismo ¿qué pinta aquí...?»

Pues que la película narra nada menos que un encierro de casi un año, figúrese usté tamaña desgracia...



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