sábado, 21 de marzo de 2020

Un día déstos...

No había mucho sobre lo cual escribir o había demasiado; es igual. Aquel silencio nuestro hoy lo rompemos con no poco temor y esperanza. Y porque los sucesos desencadenados estos días, sin lograr despertar nuestra perplejidad, nos ponen, sí, en estado de alerta.

Pretextando el salvaguardo de las vidas, la ciudad se ha convertido en un cementerio. No es uno cualquiera; de vez en cuando se oyen voces horrísonas como saliendo de alguna tumba de consorcio, apostrofando a quien ose caminar por la calle; parecen sonidos del odio, el egoísmo y el individualismo que dos siglos hace ya, se ha venido fomentando en las almas para deshacerlas, entumecerlas, ahuyentarlas.

Pero está claro para cualquiera que en los cementerios no hay un alma...

Esta supuesta peste ha hecho emerger lo peor de muchos. Es de esperarse que esta emergencia se balancee con la otra tabla del tobogán, la que hace surgir lo mejor de todos; mas no somos demasiado optimistas en ese sentido. Siempre hemos creído que la afamada “marca de la Bestia” en la mano, son las malas acciones, así como la de la frente son los malos pensamientos. Contra algún que otro maniqueísmo generalizado –pura y dura pereza intelectual– debe saberse que el bien es la esencia de todo hombre, hecho bueno por Dios N. S., pero el mal ¡el mal...! está adherido a sus pasiones –de suyo accidentales y ni buenas ni malas– como la garrapata al perro ocioso.

Virus más o menos, la humanidad presente no parece poseedora de aquellos rasgos de heroísmo, desprendimiento y hasta de una cierta caridad incoada que ofrecían a nuestra admiración inclusive muchos pueblos paganos de la antigüedad; no digo nuestros venerables antepasados cristianos, a quienes lo presente repugnaría en lo más hondo por su bajeza esencial.

Lo de hoy es peor que el paganismo; ellos tenían por lo menos el sentido sobrenatural –erróneo e idolátrico, sí, pero sobrenatural– de la vida, la muerte, el matrimonio, la nueva vida que viene... Nuestro tiempo sólo piensa en salvarse la vida, esa miserable vida de hombre moderno, rico o pobre, pero instalado en ese esponjoso “bienestar” que le mangonea el Estado democrático y que le brinda a cuentagotas a cambio de la entrega de los jirones pertinentes de su alma eterna. Bien decía un profeta contemporáneo que los enemigos del Alma eran tres: El demonio, el mundo, la carne y el estado.

Es lo que tenemos como saldo de esta supuesta epidemia o lo que en definitiva fuera, pues para epidemia mundial o pandemia no está suficientemente crecida y es menos que adolescente, con menos víctimas que la gripe tradicional, los accidentes de tránsito y, por supuesto, muchísimas menos que el aborto, pero suficientes para tremolar de miedo a media humanidad y, no menos cierto, hacer reir a la otra mitad, que no se resigna a llorar por esta causa. La cual mitad segunda no lo hace público para no soportar el escarnio de sus vecinos con los cuales convive, moribundos de terror y no de COVID-19, o el vejámen de los medios de perversión social. Lo cierto y verdadero es que en muchos países se ha establecido un régimen policial terrorista que ha obligado a todo el mundo a meterse en su casa y a no salir, so pena de intervención policial. ¿Hubiéramos creído posible hace un par de años atrás que se encerraría a cal y canto a los sanos, lo que siempre se hizo solamente con los enfermos...? Ni soñando. Y los vehículos y helicópteros policiales sobrevuelan a los prisioneros domiciliarios para hacer ostensión de su presencia y mantener domesticados a los gatitos.

Pero hay un clamor que no tiene prensa ni audiencia: En la Argentina hay 10 millones de personas obligadas al paro forzoso que no cobran estipendio alguno, si no trabajan; para ellos la amenaza no es algún virus, remoto aún, sino el hambre, la desesperación y acaso el crimen; o sea el Estado democrático terrorista. El pretexto para ignorar su suerte y que se oye predicar a unos políticos habitualmente sociales y progres, titulares de una encomiable sensibilidad de cocodrilos, a los eclesiásticos “en salida” y unos gremialistas supuestamente combativos y parlanchines pero ahora misteriosamente silenciosos, es que “no se puede privilegiar la economía por encima de la vida”; lo cual, en boca de estos liberales marxistoides, materialistas recalcitrantes, es un agravio por la ironía burlesca que encierra. ¿Qué les ha importado jamás la vida a estos monigotes de satanás, mil veces abortistas, promotores de la genitalidad más brutal –y decimos brutal y no bestial, porque las bestias usan del sexo para conservar la especie–, cultores de la eutanasia y del desenfreno económico más indigno y cruel? No, no es algo que se pueda soportar sin ira, escuchar a los otrora profetas de la prioridad absoluta del liberalismo económico o del economicismo social –las dos caras de la medalla del materialismo crudo– mostrarse ahora como los protectores de una vida que han despreciado sin rubor ninguno y por todos los medios a su alcance. Se nos ocurre pensar que lo que frase tan rimbobante encierra es en realidad la expresión de una cruda verdad surgida del egoísmo a ultranza que es su regla vital liminar: la economía de los pobres no puede estar por encima de MI vida.

La verdad sin embargo es muy distinta: hay varios millones de cuentapropistas es decir, trabajadores independientes que viven de lo que producen y cobran su gaje día tras día para sobrevivir, con prescindencia o al margen de estos o cualesquier pensamientos teóricos económicos o filosóficos –de mala filosofía. No son asalariados, ni estipendiarios del gobierno envilecedor de turno sino gente laboriosa que vive de su trabajo personal. Profesionales, comerciantes, artesanos, transportistas, simples trabajadores que cotidianamente ganan su pan. En esta situación de histeria colectiva movida por el terror inseminado artificialmente, su suerte vale menos que “la vida de los otros”, como si la de ellos no fuera suficientemente valiosa y mereciera ser reducida, en esa ecuación y sólo Dios sabe por qué maligno arte del birlibirloque, a ese término difuso y tramposo “Economía”, trampeándose lo que en verdad es para ellos nada menos que el más importante sustento de la propia vida; o como si las potenciales víctimas del bicho fueran a ser tantas que superasen a los varios millones de despojados y potencialmente condenados a muerte. Sólo este crudo materialismo, dialéctico más que nunca, era capaz de causar semejante atrocidad. Mientras se emocionan cantando con la Negra Sosa que el mundo no les sea indiferente... Y es esta criminal indiferencia por la suerte de toda una clase social, justamente, sumado a la universal propagación del pánico por los medios de perversión social –televisión, radios y los misteriosos y mentirosos mensajes reenviados de las redes sociales– lo que nos lleva a pensar que esto, sea obra de quien fuera y terminase siendo lo que fuese, no es otra cosa que la consecuencia de una planificación demasiado minuciosa para ser espontánea o sobreviniente, destinada a provocar el caos social y la consiguiente imposición de una disciplina férrea a base del terror. Al final de la cual podría vislumbrarse la aparición de un todavía desconocido salvador...

No se puede cerrar esta revista sin mencionar la tremenda apostasía generalizada demostrada por aquellos mismos que deberían ser soporte y custodios de la Fe, pero han dado por contento su trabajo con suspender el culto público en casi todo Occidente católico. El sueño del anticristo hecho realidad de la mano de un bicho discernible solamente en un microscopio o, acaso, en un estornudo seguido de tos seca. El primer paso, increíblemente, ha sido dado por la Conferencia Episcopal de Italia, país donde reside el Papa y quienquiera sea éste, pues por ahora tenemos nominalmente a dos que llevan tal nombre. Y el lugar donde parece ser, contando únicamente las fronteras políticas que son puramente ideales, que el famoso bicho se ha cobrado la mayor cantidad de vidas. Ciertamente, no más que otros infortunios u otras pestes pasadas y presentes, como la gripe común o Influenza que, por muchos cuerpos (Santo Dios, que horrible metáfora...) le lleva funeral ventaja y, por supuesto, muchísimas menos que el delito, el aborto, el suicido –notablemente incólume a la cabeza de las causas de muerte en España– o los riesgos del embarazo, por cierto más heroicos y encomiables.

Que lo mencionamos al pasar, nomás. Porque ninguna de estas causas ha sido tratada con el mismo status panicus que el innoble coronavirus ni ha merecido prácticamente ninguna profilaxis preventiva o defensiva en este apóstata mundo por la parte civil. No hemos presenciado, al menos en gran escala, rogativas ni Misas para aplacar la más justa que nunca ira de Dios, ni el tradicional y corajudo desafío de los clérigos a las leyes de los hombres cuando se tratase de traerle el Cielo a los hombres, a sabiendas que la Liturgia es una continuación de la Encarnación por otros medios, en medio de una tierra devastada. Ilusoriamente devastada, en realidad; por el terror a una muerte sin eternidad y por esa cobardía atroz como es querer vivir para siempre una vida insignificante con coche nuevo y medicina prepaga.

“¿Habrá fe en la tierra cuando vuelva el Hijo del hombre?”

Está escrito que Cristo vuelve como un ladrón, que llamará a la puerta, que es la llave de David, y que toda la creación suspira por ese día pero que habrá antes una inmensa apostasía. Y también que Dios protegerá a sus elegidos para preservarlos de la gran tribulación y de Su santa cólera. Lo cual significa también que los protegerá de la apostasía; de no, no habría a quien proteger.

Con San Juan Clímaco creemos que la esperanza es la imagen presente de los bienes ausentes; y si es cierto que Cristo no ha vuelto tantas otras veces que se creyó inminente su Venida no lo es menos que, cuando Él venga, nadie lo estará esperando. Ahora ya nadie Lo espera. Ni el Papa habla de eso. Pero que tiene que volver es un hecho, pues está también escrito que debe entregar Su Reino al Padre; y para que esto sea posible es necesario que Él reine; no Se va a presentar al Padre con las manos vacías. Pues para reinar tiene que volver.

No es que sepamos con certeza de hombres que nos hallamos ante la anhelada Parusía ¡qué más quisiéramos para esta hora; qué consuelo infinito sería saber que, al fin, todo esto no era más que el ocaso del mundo que pasa y adviento del que viene prometido y que lo presente será, al fin de cuentas, la olvidable y final tramoya que desencadenará la anhelada Segunda Venida! El precio de tal recompensa seguiría siendo desproporcionadamente bajo.

Pero las certezas de la Fe no son certezas de hombres. Son certezas para los hombres. Cuya aceptación no dependerá de microscopios chinos de ultimísima generación ni de suspicaces estornudos sobre las mangas, ni mucho menos de humanas claudicaciones pastorales o de calculadas y cándidas apostasías públicas ni del siempre renovado y usual terrorismo político democrático. Nada de todo eso sirve.

“...la corona de justicia me dará el Señor... en aquel día, y no solo a mí sino a todos los que hayan amado su venida (II Timoteo 4, 7-8).

La verdad es que no sabemos nada que no sepan los demás.

Pero por que amamos su Venida escribimos esto.

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