lunes, 30 de marzo de 2020

“Aislamiento social”

En los aciagos días que corren, se invoca con insistencia sospechosa la locución aislamiento social, asociada a una supuesta necesidad explícita de “solidaridad social”, requerida en las circunstancias actuales. Quien no se prestare a este aislamiento, se convertiría por esta causa en un archienemigo social, haciéndose acreedor a la más indignada repulsa pública; sin descontar las amenazantes sanciones que promenten los gobiernos a quienes infringiesen esta imposición —ciertamente tiránica. Además de ser objeto de persecución policial, encierro y capitis deminutio máxima.

Es lo que, con todo rigor y derecho, podríamos denominar una salvajada.

Digámoslo sin retaceo alguno: el aislamiento social es un gran mal en sí mismo, superior a cualesquier otros males posibles, reales o imaginarios, como el demoledor ataque que es a las necesarias virtudes sociales, o sea políticas, de la concordia, la piedad, la liberalidad y la indulgencia heredadas de Roma; de consiguiente, un atentado directo y certero al bien común propiciado desde las esferas gobernantes por medio de amenazas y diseminado interesada o irresponsablemente —¿de qué otro modo hacen las cosas casi siempre?— por los medios de difusión. La vida política es un intento permanente, constante y necesariamente vigoroso de ascenso común hacia una vida virtuosa, por cuanto los gobernantes deben poner con empeño los medios propicios para lograrlo constituyéndose, así, en autores de la vida social. Este organismo vivo requiere un mínimo de virtud indispensable o, simultáneamente, una cierta tolerancia del mal, a sabiendas que la naturaleza humana herida por el pecado original no puede siempre y en todo, obrar con perfecta sabiduría y rectitud y, por lo tanto, cualquier exageración o dureza conllevaría la disolución social por ser una herida de un tejido social que, como lleva implícito su nombre, es portador de virtudes, flaquezas y heroísmos en su camino ascendente; apoyándose un punto en todos los demás. La famosa y nunca suficientemente vilipendiada tolerancia cero es, por estas razones, un disparate político, un agravio a la vida comunitaria y un mal congenial a su cuna anglosajona, que lo único que logra es debilitar esos puntos del tejido social haciéndolos tensos y rígidos donde debería existir la necesaria elasticidad que caracteriza a todo ser vivo. Mas favorecer directa y abiertamente el mal en sí mismo es una locura y una acción neta subversiva que quita toda legitimidad al gobierno que la lleva a cabo y lo destituye, ontológicamente, de aquella auctoritas, vale decir, de esa condición de autor permanente de la unidad, solidaridad y bonanza social que legitima su condición de gobernante.

Ni qué decir de la herida que se infiere a la virtud Cristiana de la Caridad, vulnerada por este funesto egoísmo social postulado y organizado desde el gobierno mismo, que consiste en volverle la espalda a nuestros hermanos de desgracia con el pretexto de la solidaridad social y la salud, como si la salud de los demás fuera de menor valor que la propia. Y que es como justificar un asesinato con el subterfugio de salvaguardar la vida. «Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!» Ecl 4,9-12. «El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada» Prov 18,19. En eso nos convertimos: en una ciudad abierta y en constante peligro. Y como si no fuera que Nuestro Señor Jesucristo consideró Su propia Vida, que es nada menos que la Vida misma de todo lo creado, como anuncia el principio del Evangelio de San Juan, digna de ser oblada para devolver la salud perdida a todo el género humano. Cierto pontífice jerosomilitano pronunció, según narra ese mismo evangelista, la frase trágica pero sin duda profética: Es necesario que uno muera para que se salven todos. La cual dió lugar a un crimen tremendo para quien lo instigó, para quien lo prohijó y para quien lo ejecutó; pero no obstante las Heridas de Nuestro Señor son la honra del pueblo cristiano y la fuente misma de Su Iglesia. Y no son otra cosa que el fruto de su donación personal para la salvación nuestra. Por eso esto de ahora es un crimen, y lo es de lesa Caridad, sobre la cual escribe Santo Tomás: la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que exista en Dios. Es, por lo tanto, evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo. Por eso el hábito de la caridad comprende el amor, no sólo de Dios, sino también el del prójimo; S. Th, II, IIæ, q. 25, a. 1. El amor de caridad es nada menos que amistad, y en este caso concreto, vera amistad social, por medio de la cual se le desea al amado todos los bienes posibles.

Dichoso el que cuida del pobre y desvalido;
en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.

El Señor lo guarda y lo conserva en vida,
para que sea dichoso en la tierra,
y no lo entrega a la saña de sus enemigos.

El Señor lo sostendrá en el lecho del dolor,
calmará los dolores de su enfermedad.

Hace pocos días recibíamos en nuestros teléfonos celulares —hodiernos sucesores inanimados del juglar medieval— advertencias sobre la necesidad de “denunciar” a quienes violasen las reglas de “aislamiento social”; traducido a la realidad: atacar a quien se comporte como una persona civilizada. Se comprende que un enfermo deba guardar por sí mismo o por la fuerza de la autoridad, un aislamiento que se dicta en su favor y para beneficio de la sociedad toda; mas sin privarlo de lo que es necesario para vivir; y para sobrevivir. En primer lugar, el afecto de sus familiares y amigos. Pues no: aquí se manda que deba prevalecer la regla del egoísmo y del abandono y del apartamiento; la regla del “enfriamiento de la caridad”. Equivalente a decir que el aislamiento es de por sí, una condena social anticipada —tanto se la observe como si no—, por el delito común de no haber logrado superar el género humano la mera posibilidad de una enfermedad que, como fuera que se la quiera ver, no es más que otra consecuencia del pecado original que todos llevamos a cuestas. En Italia y España, nos cuentan, ha habido desgarradores casos de abandono de enfermos a las sombras de la muerte, sin parientes al pié de la cama, sin confesor ni Sacramentos y con el seguro destino de un crematorio antiséptico. Juan Manuel de Prada los denomina, con justicia sin igual, “morideros”; precedidos en muchísimos casos por esas horrendas gestorías modernas de depresión, abandono y tristeza que llamamos aquí geriátricos y allí, ni idea. Lo horroroso es que muchas o todas estas personas tienen hijos, hermanos o parentela que no los quieren entre ellos a pesar que le son deudores, o sea deudos, pero que son igualmente sometidos al “aislamiento social” preventivo porque aquellos a quienes le cambiaban los pañales de chicos, ahora son amnésicos y desagradecidos adultos. Si esto no clama al Cielo, decidme qué...

Esto es “aislamiento social”, un simple, llano, y vulgar caso de ese enfriamiento de la Caridad profetizado como una de las señales del final de este mundo; que bien podría pasar de una buena vez. Es cierto que no es igual en todas partes y que las causas de la enorme mortandad ofrecida por estas dos pobres naciones que mencionamos, son muy distintas entre sí y con relación a la situación en otros países; no tenemos noticia que aquí suceda con esa atroz intensidad devastadora lo que nos han narrado amigos españoles o italianos. Criticamos, sí y con gran pasión, el torcido criterio rector para combatir una crisis sanitaria cuyos orígenes son cada vez más obscuros y con estadísticas cada vez menos creíbles.

Todo el tratamiento de esto, además de su connatural inepcia, ha sido capaz para crear riesgos sociales alarmantes —tal vez sean en el futuro algo peor, pero desde nuestro propio aislamiento no estamos en condiciones de juzgarlo con certeza y mucha experiencia sobre esto, a Dios gracias, no hay— y no solamente los previsibles daños psicológicos y sanitarios que, con el tiempo, se irán destapando como otras tantas pestes que, cual serpientes insidiosas, amenazan el talón social tras la crisis presente. El problema del aislamiento y el tremendo mal que es siempre el fomento de la delación, más el abatimiento oficial de la sensatez y lo salvaje del tracto elegido, no pasará sin dejar esa borra maliciosa de desconfianza y desunión social; suspicacias de unos hacia otros y el advenimiento de un espíritu fosco y cerril —en cuántos, no sabemos— que es la consecuencia natural del apartamiento social y del regreso paulatino a la sociedad tribal.

Ni horas hace, un mensaje encapsulado en electrónico envase nos presentaba un notable episodio nocturno: vecinos de la misma manzana céntrica cuyas ventanas miraban hacia el pulmón común, se han puesto a cantar, a vitorear, a saludarse y todas esas cosas que esta locura no los deja hacer a la vista general. El diario que miente (¿otro más?) ha dado cuenta de esta singular práctica social. Esta emocionante y espontánea búsqueda de intimidad, urbana y concéntrica; explosiva, alegre y criolla, nos da no solamente plena razón en nuestra argumentación, sino fuerza y esperanzas ante el desasosiego de las noticias y el aislamiento lejano en que hemos quedado capturados.

Renglón aparte merece el desastre económico que esto ya ha significado para la Nación y en especial, las familias, sobre todo para las de menores recursos. La suspensión de los pagos, la carestía, el desabastecimiento y la pobreza desesperante, aún la de los más laboriosos, son los sombra de los horrores que se ven en lontananza, a hombros de una epidemia que no fué, pero que unos intereses atrevidos, audaces y criminales han llevado en andas del pánico y el terror más elemental (e ilegal, claro), al estrado de la locura nacional. Donde se hubiese requerido mesura, prudencia, serenidad y mil virtudes más de las que tiene que tener cualquier varón que se precie de tal ante la desgracia y el peligro, solo se han presentado el botaratistmo y una recepción acrítica —y sospechosa— de “las recomendaciones de la OMS”. El ridículo asistencialismo oficialista le ha puesto la tapa de hipocresía a esta olla del diablo, insigne burla a todo un pueblo que no ha recibido de sus gobernantes más que desgracias, groserías y saqueos desde que este cuadrúpedo cronista tiene memoria. Pero ya se sabe que el diablo hace sus fechorías y, tapando la olla, corre a esconderse; pero deja la cola afuera, que es de dónde lo agarra la Justicia Divina.

Así que hemos podido ver desplegarse conjugadamente ante nuestros ojos, todo el arsenal táctico de los movimientos subversivos: Reduccionismo, emocionalismo, cifras apabullantes medio tramposas y un ensañamiento dialéctico maniqueo y colérico.

Con la ayuda de Dios, la firmeza de nuestro pueblo sano —que es mucho y apabullante mayoría, aunque su bonhomía natural sea propensa al engaño— unido y organizado podrá salvar la situación. Una vez más.

No hay comentarios.: