jueves, 15 de marzo de 2007

Reflexiones a propósito de la Exhortación Apostólica

A AGITADA EXPECTATIVA universal generada por la publicación de la Exhortación Apostólica sobre la Sagrada Eucaristía Sacramentum caritatis no permite reunir, todavía, alientos suficientes para librar algún comentario, siquiera de aproximación, a esta nueva entrada pontificia al mundo moderno.

Nuestro apreciado Rorate Cæli, sin añadirse a ninguna de las dos y tal vez preparando su propia visión, nos presenta dos posibles interpretaciones, surgidas de distintos puntos de observación de la realidad: Para unos, es el fin del Concilio Vaticano II; para otros, debe merecer una opinión positiva del tradicionalismo.

Por fin, para algunos ha sido simplemente decepcionante, sea por que esperaban una vuelta más de tuerca al prolífico y proteico “espíritu del Concilio” y con ello, una bendición formal a todos los abusos litúrgicos de los últimos 40 años, o fuera por que deseaban un más formal y enérgico repudio de todos los graves errores y desórdenes que afean, estropean y, acaso, anulan, la Sagrada liturgia.

A pesar de su decepción, tal vez sean estos últimos los que estén más cerca del verdadero contenido de la Exhortación.

Por nuestra parte, la Exhortación, que en general nos ha parecido excelente —¿y usté quién es, che?—, y nos ha suscitado algunos comentarios que, como pensamientos que se atropellan por salir hacia la luz, escribimos sin orden ni concierto.

El contenido

Es imposible comenzar nada sin advertir, con filial devoción de católicos no exenta de alegría, que el documento contiene un desarrollo muy completo, muy preciso y bien fundamentado —al menos de un modo propedéutico— de los principales misterios relacionados con la Sagrada Eucaristía como centro y causa eficiente de la vida de la Iglesia; habida cuenta el estado general de las cosas eclesiásticas y la Doctrina Católica, no es poca cosa y desde luego, bien de agradecer, decir y confirmar lo de siempre.

Para ejemplo, tómense los casos de la ratificación del carácter sacrificial de la Santa Misa, tan debatido y tan banqueteado en los tiempos que corren; o del lugar de tradición divina que tiene —y se le reconoce— al celibato eclesiástico latino, como oblación pura ordenada directamente a sellar, conservar y acrecentar el carácter del sacrificador como pertenencia divina, configurado a Cristo, que tiene el sacerdote a causa de la ordenación sacramental; caracterización que hace mucho no encontrábammos tan clara como brevemente expuesta. Por lo menos, de 40 años a esta parte. No pocas deserciones se deben reprochar a ese espíritu anfibológico que ha desnaturalizado el sentido, la misión y el carácter del sacerdocio ordenado y ha ocultado a los candidatos al sacerdocio el sublime estado al que son llamados; extravío particularmente predominante en los “estamentos intermedios” de la Iglesia, que ven en el presbítero un asistente social.

También es de notar la confirmación de la doctrina general sobre la Gracia como don necesario para la Salvación que se recibe a través de los signos sensibles; y también como condición para una fructífera recepción del Santísimo Sacramento bajo la forma de Sagrada Comunión; esto alejaría sin duda, si pudiéramos creer que las palabras papales serán obedecidas, tantos peligros y sacrilegios que todos conocemos y sufrimos.

No obstante que la decepción principal se haya dado en el terreno de las ausencias, sobre todo de algunas disposiciones disciplinares concretas y enérgicas, y cuya falta nosotros ya habíamos advertido en una entrada anterior (verla aquí), era altamente improbable que la Exhortación contuviese alguna concomitante amonestación jurídica, o fuese acompañada tal vez de una promesa de librar los instrumentos pertinentes contra los abusos, errores y sacrilegios que profanan a diario la Liturgia. No tanto por la restricción general impuesta por esta clase de documento pontificio, que es una Exhortación en la cual, como su nombre lo indica, se contienen meras recomendaciones, generalmente impregnadas, sí, de un fuerte tono admonitorio o de las ya mencionadas (y otra vez ausentes) amonestaciones, sino por que ya es hábito —sino tradición— en los Papas reinantes en los últimos 50 años, una consciente abdicación del ejercicio de su potestad jurídica como reyes temporales o como príncipes que son de toda la Iglesia. Parece existir una convicción profunda en el Papado moderno sobre la conveniencia de no ejercer la potestad suprema jurídica, sino convertirse en una fuente puramente doctrinal —u meramente honorífica, como dicen los progresistas— y quedando aquella función jurìdica en manos de los Obispos o los Dicasterios romanos. Que a veces, lo hacen bastante bien, si se les dice cómo hacerlo.

Mas lo cierto, es la actual pérdida casi completa de la capacidad de gobernar ejemplarmente la Iglesia, por medio de medidas oportunas y concretas, que han sido reemplazadas por un papiroteo esterilizante. El contemporáneo monitum librado por la Congregación para la Doctrina de la Fe advirtiendo sobre los errores, muy abundantes y muy perniciosos, del sacerdote vasco Jon Sobrino, es prueba concreta de lo que estamos refiriendo.

Pero nada de todo ello desmerece un hecho, que luego repasaremos algo mejor: que la exhortación sea, contrariando todo lo anterior visto en estos últimos años, una declaración eminentemente cristocéntrica.

¿Cuál es, antes que nada, la causa de esta abdicación del poder papal...? No la sabemos a ciencia cierta, aunque la suponemos.

Sin descartar algún probable efluvio maligno del progresismo protestante, que infestando la Iglesia bien pudo haber trepado hasta la Silla Pontificia, y que degrada la función papal en el sentido puesto arriba entre guiones, pensamos que:

Primero, el ya anteriormente comentado (¿e infundado?) temor a que, de separarse el trigo de la cizaña, pudiera destruirse el grano con el consiguiente reproche divino; y parece que los Papas han preferido esperar a que la siega, la hagan personalmente los enviados del Dueño de la Hoz. Ellos sabrán qué hacen sin duda, aunque creemos que es un riesgo enorme obrar así; y lo decimos con filial devoción.

Lo segundo —si la cosa es tal como pensamos— es un argumento de otra especie, ciertamente más concluyente y mejor ordenado según la Caridad, aunque de carácter pastoral: Si la ley, como recuerda San Pablo en la Epístola a los Romanos, es la causa del pecado en tanto es la formalidad que tacha un hecho como delito, es mejor que no haya leyes para que no puedan existir condenas.

Sin ley previa, pues, no hay delito, ni menos todavía reproche, ni persecución ni pena, ni nada de nada 1; la ley antigua, decía el Apóstol, ponía la exigencia pero no daba la fuerza para llenarla ni la virtud para su cumplimiento y era, de esta guisa, causa más segura de condenación que de salud. En este mismo sentido se han pronunciado Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, proponiendo no multiplicar innecesariamente la ley; no sea que del escándalo causado por su promulgación, pueda seguirse aquello mismo que se quiso evitar.

La ley Nueva y Eterna, es decir la definitiva Alianza instaurada por Cristo para toda la eternidad, en cambio, es la ley de la Caridad donde la ley formal, que es el medio, es superada y absorbida por el fin, que es Dios mismo entregado a la humanidad para su salvación eterna y Cuyos méritos eternos han sido puestos en las manos de la Iglesia para nuestra eterna salud; y los sacramentos, el divino subsidio para dar la fuerza del cumplimiento. Por eso se dice que la ley Antigua es de esclavitud y la Nueva de libertad 2. Nada, pues, de dispensarse del cumplimiento de la ley, que no viene dada por Dios solamente en los mandamientos, sino impuesta a toda la Creación en los reflejos de la ley eterna que hay en la ley natural; pero sí, en cambio, el don sacramental y la vida de la Gracia, que da la fuerza para hacerla cumplible y es la nueva forma de insertarse en la Vida Trinitaria.

En esta economía, que supone nada menos que apostar a que la humanidad ha vuelto a un estado peor al de la Antigua Alianza, pónese por delante cierta forma de la Caridad, o una parte de ella, consistente en NO LEGISLAR nada, no imponer ni crear sanciones que arrancarían a los infractores del seno de la Salvación eterna, de la Iglesia misma, quedando expulsos del Cuerpo Místico; pensamiento hijo, probablemente, de haber juzgado con extremo pesimismo la actual condición de la naturaleza humana y, de consiguiente, creer altamente improbable la salvación eterna de la humanidad en las presentes circunstancias. ¿A qué, pues, agravarlas con sanciones y leyes ...?

Y Jesucristo, que es en definitiva Quien nuevamente deberá ser el objeto de todas las afrentas que el mundo lanza, aceptará seguramente de buen grado llevar sobre Sí esta nueva carga, esta última prueba que le impone la debilidad de Su Iglesia, en orden a la salvación de los hombres.

¿Entraña esta postura una puesta en duda de la eficacia de la Gracia? No sabemos que sea así conscientemente; de todas formas pensamos que, más bien, la duda lo es con respecto al estado de los recipiendarios, siendo que las cosas se reciben al modo del recipiente.

La tesis central es aquella según la cual, debiendo la Iglesia místicamente padecer todo lo que Cristo padeció en su Pascua, también deberá sufrir la triple negación de Pedro (que con toda la doctrina tradicional aclaramos: no significa herejía sino debilidad), los ultrajes a Su Divino Cuerpo, Sangre y Alma y la consiguiente negación de su Divinidad.

Y de ser todo esto así, como pensamos que es, se trataría de un argumento pastoral que, opinable o no, nadie tiene suficiente autoridad para discutir (lo cual no implica necesariamente compartirlo, ajústese bien la diferencia), sin correr el peligro de caer verdaderamente mucho más allá de donde se quisiera (y se debiera) estar. A buen entendedor ...

El pensador suizo Romano Amerio, en su colosal Iota Unum>, un estudio pormenorizado al estilo del de Bossuet sobre el protestantismo, sobre las variaciones habidas en la Iglesia Católica en los últimos 50 años llega, si no nos confundimos demasiado, a una conclusión muy parecida, aunque descartando que estas modificaciones hayan podido considerarse substanciales a la doctrina católica, y comprobando que la doctrina eucarística siempre estuvo bien definida y defendida, pese a los avatares de la Liturgia. A su vez, Malachi Martin, en su novela (mal) titulada en castellano “El último Papa” (la traducción literal al castellano del título en inglés, sería algo así como “La casa que azota el viento”), parece compartir la idea que exponemos, sin declarar empero ningún fundamento aparente. Por último, el P. Julio Meinvielle, en la parte final de su “De la cábala al progresismo”, expone la tesis de un papado esquizofrénico para los últimos tiempos.

El contexto literario

Como respetable aunque lento retorno a la tradición del buen escribir, se observa en este caso la saludable ausencia de esa odiosa preferencia moderna —que por desgracia pervade también muchos documentos pontificios— por el empleo de un lenguaje sociologista, poco filosófico y casi nada teológico, y que nunca logra enmarcar adecuadamente las Verdades inmarcesibles que, sin duda alguna, contiene esta Exhortación. Si hasta poco tiempo atrás debíamos lamentar la presencia frecuente de palabras mundanas para exponer verdades eternas, situación que, excepcional y todo como es, había sido resuelta muy bien en el pasado por medio del uso de un estilo —sino sobrehumano— bien propio de la Iglesia, distinto, inconfundible y apto, por estas mismas características, para dar al mundo las declaraciones de la Verdad, en esta Exhortación parece estar de vuelta, pero como tanteo. ¡En buenahora! Sin dejar de conceder que esta cuestión es instrumental, la nostalgia de los tradicionalistas tenían claro y ejecutorio fundamento en este capítulo y aquí, un nuevo motivo de alegría.

Restaría tal vez eliminar el tono suplicante de todo el texto, remarcado por el intimista empleo de la primera persona del singular en lugar del tradicional plural mayestático e inaugurado en el papado anterior, y que quita a las disertaciones pontificias su específico, esencial y concluyente sentido magistral, sacerdotal y regio y, sobre no agregar (al menos en las lenguas latinas que conocemos mejor) un ápice de una —acaso— buscada aunque inconveniente complicidad con el lector, ni apuntar nada de convicción a aquello que de suyo ya la lleva, aparenta sí, dejar toda la declaración en el terreno impropio de una mera recomendación personal.

Baste recordar, para explicar este déficit con un ejemplo reciente, el caso de la magnífica Encíclica Evangelium Vitæ, de Juan Pablo II, en la cual ese tono intimista, personal y subjetivo malogró el esplédido texto, sumergido en un lenguaje inapropiado, quitándole fuerza a la, quizá, única manifestación dogmática pronunciada por la Iglesia en la segunda mitad del siglo XX.

Lo que faltaría y lo que sobraría

¿Quién soy yo, Señor?

Todo el texto rezuma la conocida sentencia papal, referida a la indebida interpretación postoconciliar rupturista con la Tradición, aunque ciertamente debe aclararse que esta innegable postura doctrinaria rupturista de hogaño, se ha producido no tanto por causa de alguna doctrina explícita que la sostuviera, sino como resultado de la confirmación apostólica de los sucesivos atentados de hecho contra las instituciones de la Iglesia que, con el andar del tiempo y la inacción de la autoridad, han generado una doctrina; ha sido, pues, más un doctrina surgida del hecho del abuso, que una doctrina sobre el abuso. Asunto concomitante con la indicada devaluación del poder papal.

El fundamento remoto de muchos de estos abusos había sido, precisamente y las más de las veces, una supuesta “revalorización” o puesta en valor, de una supuesta o real Tradición litúrgica, incoada por las Iglesias primitivas —hipotéticas autoras de la Liturgia católica y, según algunos autores muy avanzados, los verdaderos fundadores de la Iglesia—, posición que contraría a la sentencia dogmática que afirma que la Iglesia se halla permanentemente bajo el influjo perpetuo y eficaz del Espíritu Santo, que la lleva hacia el Reino —y que S. S. Pío XII había condenado como arquelogismo litúrgico inaceptable—; por lo que, de admitirse dichas tesis hasta sus últimas consecuencias, el Espíritu Santo habría estado distraído, lo menos, durante 1500 años. Justo cuando aparecieron los “reformadores”.

Este arqueologismo —portón falso de tantas innovaciones litúrgicas— es exactamente lo contrario a la verdadera Tradición, que es una creciente y continua solidaridad viviente entre distintos sujetos, en el tiempo y el espacio, en marcha hacia un fin extrínseco a sí misma, pero nunca un círculo cerrado, que justifique un eterno “retorno” al pasado solamente por el hecho de ser el pasado, por que la marcha de la Tradición está dirigida desde afuera y desde arriba hacia su fin. Y esta razón explica la aparente paradoja de que sea lícito y necesario conservar 3 lo que se tiene, lo que es tradicional, sin que ello importe nunca un retroceso, un retorno al pasado, sino la consolidación de un verdadero avance.

El arquelogismo en realidad es ateo, niega a Dios, pues encubre una concepción herética de la Historia, a la que considera una mera sucesión de hechos encerrados en ella misma y sin reconocerle ningún principio, centro o fin metahistóricos. Pero Cristo es el Alfa y el Omega de todo lo Creado; es el principio y el fin de la Historia, y de toda historia, aún personal, cuya existencia pueda predicarse.

La Exhortación, que elogia a las Iglesias orientales por la preservación de sus ritos tradicionales, no contempla sino de un modo general la caída de la tradición del rito romano, acaecida, pese a todo lo que quisiera decirse, a partir de la reforma de 1969.

El tono general parece optimista, aunque se reconocen algunos tropiezos y abusos que han ensuciado una Reforma Litúrgica que se sigue considerando provechosa a porfía, a pesar de todo lo dicho y vivido hasta hoy, y de la evidente necesidad de seguir explicitando año tras año las verdades eucarísticas obscurecidas, justamente, por esta recidiva de crisis en que están sumidas por causa de una reforma que no logra integrarlas definitivamente al Rito, ni presentarlas verdaderamente como lo que son, aunque se persista en considerar como un acierto todo lo hecho. Sin embargo, este optimismo está expresamente contradicho por el texto de la reciente entrevista a Monseñor Malcolm Ranjith:

«En lo que yo deseaba insistir en esas entrevistas fue en que la reforma pos-conciliar de la liturgia no ha podido lograr las esperadas metas de renovación espiritual y misional en la Iglesia de forma que hoy pudiéramos estar verdaderamente contentos con ella.
Indudablemente también ha habido resultados positivos; pero los efectos negativos parecen haber sido mayores, causando mucha desorientación en nuestra jerarquía.
Las iglesias se han vaciado, el libre cambio litúrgico se ha puesto a la orden del día, y la verdadera intención detrás de las apariencias y el significado de eso que es celebrado ha quedado obscurecido.
Uno tiene entonces que empezar a preguntarse si la reforma que de hecho se dio en el proceso se dirigió adecuadamente. De este modo, nosotros necesitamos fijarnos bien en lo que ha ocurrido, rezar y reflexionar acerca de sus causas y con la ayuda del Señor actuar para hacer las correcciones necesarias»

Como contrapartida, la Exhortación condena sin atenuantes la intercomunión litúrgica, como una práctica vitanda, perniciosa para los no católicos a quienes pone en entredicho con Dios mismo, e injustificable por un manganchesco espíritu ecuménico.

En el párrafo 48, se desliza la afirmación de que la Nueva Liturgia sería una consecuencia de la inserción de antiguas tradiciones en el ritual romano, afirmación que no se compadece con lo que dijera S. S. Paulo VI al presentar el Nuevo Misal en 1969:

Dónde buscar este texto
“La principal NOVEDAD de la reforma es la llamada Oración o Plegaria Eucarística. Hasta ahora, en el rito romano, la primera parte de esta Oración, el Prefacio, había conocido diversas fórmulas a través de los siglos; y la segunda parte, que es llamada Cánon, conservó siempre la misma forma que fuera fijada entre los siglos IV y V. Las Litúrgias orientales, por el contrario, admitían cierta variedad en sus Anáforas (se admite, pues, que la diversidad no es Tradición occidental). En este punto, Nos hemos decidido agregar al Cánon Romano tres NUEVOS formularios de Plegarias Eucarísticas, además de enriquecerlos con un gran número de Prefacios traídos de la antigua tradición de la Iglesia Romana O COMPUESTOS AHORA, a fin de manifestar mejor los variados aspectos del misterio de la fe, y ofrecer más numerosos y fecundos motivos de acción de gracias. Sin embargo, por motivos DE ORDEN PASTORAL (no para garantizar la validez de la Consagración) y para facilitar la concelebración, establecemos que las palabras del Señor sean las mismas en todas las formas del Cánon …”Praecipua instaurationis novitas in Precatione Eucharistica, quam vocant, versari existimanda est. Quamvis enim in Romano ritu prima eiusdem Precationis pars, hoc est Praefatio, varias, saeculis volventibus, susceperit fοrmulas, altera tamen pars, quam Canonem Actionis appellabant, per illud tempus, quod a IV ad V saeculum actum est, immutabilem induit formam; cum, e contrario, Liturgiae Orientales in ipsas Anaphoras quandam varietatem reciperent. Hac autem in re praeterquam quod Precatio Eucharistica aucta est copia Praefationum, vel ex antiquiore Romanae Ecclesiae traditione sumptarum, vel nunc primum compositarum, quibus et peculiares partes mysterii salutis clarius patefierent, et plura uberiοraque gratias agendi argumenta praeberentur, praeterea ut eidem Precationi tres novi Canones adderentur stauiimus. Attamen sive ut pastoralibus, quas nominant, rationibus consuleretur sive ut concelebratio expeditius procederet, iussimus verba Dominica in qualibet Canonis formula una eademque esse. Itaque in quavis Precatione Eucharistica illa sic proferri lumus...

El uso del latín

Es muy de elogiar la reverencia demostrada por el empleo del latín en la Santa Misa, especialmente en los textos de mayor relevancia latréutica como el Cánon, el Padre Nuestro, el Kyrie y el Agnus Dei; la exposición de los motivos alegados para ello, hubieran podido ser doctrinal y jurídicamente sostenidos en muchas disposiciones eclesiásticas tan vigentes como olvidadas (la constitución conciliar Sacorsantum concilium: nº 36. § 1, del CV-II, la Institutio Generalis del Misal de Paulo VI de 1969, o la Instrucción Doctrina et exemplo sobre la educación en los Seminarios).

La redacción dada al capítulo, que lleva el número 62, deja la impresión de ser una instrucción dirigida inmediatamente e impartida, al corazón mismo de todo el presbiterado universal, desde que no se pasa su aplicación por la aceptación o moderación de los ordinarios locales, sino que se propone como un hecho directamente vinculado a la perfección del ars celebrandi y atinente a la conciencia personal de cada celebrante individual.

Lo cual daría pie para que las celebraciones futuras comiencen desde ahora a hacerse en lengua latina, al menos el Cánon de la Misa, el Kyrie, el Páter Nóster y el Agnus Dei.

Conclusión

La Exhortación expone la misma doctrina de siempre; como algo destacable, debemos señalar el retorno a una perspectiva cristocéntrica de toda la Iglesia, dejándose de lado (¡gracias a Dios!) ese desagradable sociologismo humanista que era casi la regla única para la confección de los documentos vaticanos.

A la fortaleza eterna de la Iglesia, sostenida por la oración de Cristo ante el Padre, debe atribuirse la maravilla, repetida otra vez más en esta Exhortación, de la declaración clara, alta y fuerte de la Doctrina perenne sobre la Sagrada Eucaristía y la exposición de los bienes eternos que encierran los Sacramentos de la Iglesia: doctrina expuesta toda completa, toda bella, toda verdadera y a la que es tan claramente adversa todo aquello que hoy significa el mundo. Y sólo una debilidad pasajera, aunque sistemática y persistente (y a veces “progresista”) y que funge casi como un “accidente substancial” en la Iglesia actual, instaurada a partir de la caída de Roma en 1870 —contemporánea a la furiosa exaltación de los imperios protestantes— y acelerada como nunca se vió desde el Concilio Vaticano II, tiene la culpa de todo aquello que se echa en falta, o de todo lo que se podría considerar “pastoralmente” insuficiente, o de la ausencia de los instrumentos que ni se dan ni se emplean —los remos que no reman, las palabras que no hablan— o todo aquello que se omite, como el penoso caso de la Comunión en la mano, o las las mujeres en el Altar y otras cosas que, ahora, no nos gustaría recordar.

Pero no debe descuidarse, de ninguna forma, la incidencia de una fuerza teológica misteriosa que hace cernir sobre la Iglesia esta era de marasmo espiritual, caracterizada acaso por el tiempo que pasó el Señor en el Sepulcro, la prueba que parece no tener fin, con la obscuridad y la tribulación ... y cuyo fin es probar, y en algunos debilitar, la virtud teologal de la Esperanza; deben ser, quizá, solemnidades necesarias para un aún más misterioso Adviento. Como que el momento más obscuro es el que anuncia la mañana ...

Hace algunos años, cuando se publicó la Encíclica “Veritatis Splendor”, Jean Madiran expresó en un bellísimo artículo, titulado “El Milagro”, su convicción y alegría de haber vuelto a oir la voz de su Madre...

Y es que este es, en general, el sentimiento común de muchos verdaderos católicos de estos tiempos frente a los actos y documentos de sus pastores: No reconocen en ellos la voz de Su Santa Madre. A la cual desconocida voz, no obstante, prestan acatamiento con fe católica y espíritu dispuesto. No entremos hoy en esto, pero tampoco dejemos de señalarlo, por que es el tipo de católico más meritorio que existe, a nuestra humilde vista.

Declaremos, pues, que en esta Exhortación Apostólica se reconoce fácilmente la Voz de la Santa Madre Iglesia, y eso mismo debe ser causa de alegría cristiana y de gratitud hacia la Divina Providencia, que demuestra una vez más su irrevocable decisión de salvarnos a cualquier precio.

Inclusive, al precio de repetir la Pasión.





1: Algunos creen que este principio metafísico, que se encuentra en varias legislaciones modernas, pertenece a la ciencia jurídica como originario; he aquí la prueba de su error. Otros más, creen que dicho precepto es ¡liberal! por que fue el conde de Beccaria quien instó su inserción entre los preceptos jurídicos civilizados. Todo esto sugiere que nuestros juristas no conocen a San Pablo, a Beccaría, al liberalismo y ... al derecho. Volver

2: S. Tomás de Aquino; Summa Th. I-IIæ, q. 108, a. 4 Volver

3: Apokalpysis 3, 11: tene quod habes, ut nemo accipiat coronam tuam. Volver

Nota: Se puede hallar este texto en (AAS 61 (1969). pp. 217-226). Volver



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