La recurrente reproducción, aquí, aquí y aquí de una nota concedida por el segundo miembro en importancia del Dicasterio que rige el Culto Divino en la Iglesia, Monseñor Malcolm Ranjith, en la cual el entrevistado acentúa con bastante perspicacia y mucha inocencia algunos de los cuantiosos puntos obscuros que han manchado la vida la Iglesia en los últimos 40 años, deja sin aliento al público católico por el tono realista en que está concedida.
La costumbre, hasta ahora, era esconder la basura, cuya existencia era negada, bajo la alfombra de una supuesta impecabilidad impenetrable, que se daba de patadas con los (también) recurrentes hábitos de confesar públicamente los pecados de la Iglesia... siempre que fueran de otros. Por ejemplo, de España, o de los Cruzados, o de la Cristiandad.
Esta nueva tónica deja atónitos a muchos avestruces, cuya pasión por un orden formal insólito, sólo era comparable a la hipocresía con que manejaban las crisis cuya existencia era negada con porfía.
Los inmensos desbarajustes doctrinarios y litúrgicos de los últimos 40 años nunca merecieron comentarios dignos y enérgicos de las autoridades vaticanas (vamos, no se alarme nadie, que monseñor Ranjith tampoco parece dispuesto a enojarse) a pesar de ser la causa motiva misma de innumerables documentos gestionados y urgidos desde la mismísima silla petrina, pero de decreciente vigor, conforme iban descendiendo la escala adminsitrativa encargada de su cumplimiento.
Ahora, parece que la importante “segunda línea” del funcionariado vaticano, que es el estamento que, en definitiva, deberá poner en ejecución las instrucciones pontificias, encuentra tiempo para dejar traslucir su propio desencanto con el estado de la Iglesia después del Concilio; al cual, no obstante salvaguardar de una crítica despiadada por medio de una interpretación inocente y benévola, no pueden dejar de señalar, por lo menos, como el punto cronológicio de inicio de la última etapa del “destape” actual.
Son vientos nuevos, sin duda, y no otra vez, las caliginosas miasmas de tantos años, que soterraban en el más abyecto olvido generosas y lúcidas intervenciones de los Papas, como el triste caso de la Carta Domenicæ Cenæ de Juan Pablo II, contra la Comunión en la mano y queriendo favorecer la Misa Dominical, cuyo fracaso fue ya un hecho a las pocas semanas de su anuncio.
Es necesario comprender que, por más que el corazón deba latir al unísono con la Iglesia, no es esta la situación general actualmente, en particular, en la mayor parte de los miembros de la Jerarquia, que tienen su propia visión y vivencia de la Doctrina de Jesucristo y de su Iglesia. En la cual, ciertamente, tiene cada vez menos cabida la figura, el oficio y la presencia del Sucesor de Pedro.
No es ocioso, pues, considerar la conveniencia de sancionar normas jurídicas precisas y eficaces, puestas en manos de una burocracia sincera y eficaz, que reajusten la vida eclesial para ponerla a tono con estos últimos tiempos, en los cuales, el demonio echará mano de todos sus recursos para demoler la Obra de Cristo en la Tierra.
La costumbre, hasta ahora, era esconder la basura, cuya existencia era negada, bajo la alfombra de una supuesta impecabilidad impenetrable, que se daba de patadas con los (también) recurrentes hábitos de confesar públicamente los pecados de la Iglesia... siempre que fueran de otros. Por ejemplo, de España, o de los Cruzados, o de la Cristiandad.
Esta nueva tónica deja atónitos a muchos avestruces, cuya pasión por un orden formal insólito, sólo era comparable a la hipocresía con que manejaban las crisis cuya existencia era negada con porfía.
Los inmensos desbarajustes doctrinarios y litúrgicos de los últimos 40 años nunca merecieron comentarios dignos y enérgicos de las autoridades vaticanas (vamos, no se alarme nadie, que monseñor Ranjith tampoco parece dispuesto a enojarse) a pesar de ser la causa motiva misma de innumerables documentos gestionados y urgidos desde la mismísima silla petrina, pero de decreciente vigor, conforme iban descendiendo la escala adminsitrativa encargada de su cumplimiento.
Ahora, parece que la importante “segunda línea” del funcionariado vaticano, que es el estamento que, en definitiva, deberá poner en ejecución las instrucciones pontificias, encuentra tiempo para dejar traslucir su propio desencanto con el estado de la Iglesia después del Concilio; al cual, no obstante salvaguardar de una crítica despiadada por medio de una interpretación inocente y benévola, no pueden dejar de señalar, por lo menos, como el punto cronológicio de inicio de la última etapa del “destape” actual.
Son vientos nuevos, sin duda, y no otra vez, las caliginosas miasmas de tantos años, que soterraban en el más abyecto olvido generosas y lúcidas intervenciones de los Papas, como el triste caso de la Carta Domenicæ Cenæ de Juan Pablo II, contra la Comunión en la mano y queriendo favorecer la Misa Dominical, cuyo fracaso fue ya un hecho a las pocas semanas de su anuncio.
Es necesario comprender que, por más que el corazón deba latir al unísono con la Iglesia, no es esta la situación general actualmente, en particular, en la mayor parte de los miembros de la Jerarquia, que tienen su propia visión y vivencia de la Doctrina de Jesucristo y de su Iglesia. En la cual, ciertamente, tiene cada vez menos cabida la figura, el oficio y la presencia del Sucesor de Pedro.
No es ocioso, pues, considerar la conveniencia de sancionar normas jurídicas precisas y eficaces, puestas en manos de una burocracia sincera y eficaz, que reajusten la vida eclesial para ponerla a tono con estos últimos tiempos, en los cuales, el demonio echará mano de todos sus recursos para demoler la Obra de Cristo en la Tierra.
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