sábado, 9 de mayo de 2020

Postrimerías

Una aliada antaño improbable, en estos días que corren parsimoniosos y aburridos, ha sido la computadora. De modo que hemos visto cosas buenas, otras apenas recomendables y cosas definitvamente prescindibles; cosas malas, a Dios gracias, no hemos visto. No que no las haya ¡que va! sino porque no hemos querido verlas. La edad, el tedio que nos provocan y el rechazo a la vulgaridad son remedios asaz fuertes contra el vicio de ver cosas malas, que por tanto no es virtud sino pura necesidad.

Caso Uno

Días pasados hemos tropezado con un artículo de Monseñor Héctor Aguer para Infocatólica, donde pretende explicar —y lo logra exitosamente, como él bien sabe hacerlo— por qué Dios castiga a quienes obran mal, pues lo impera la Justicia Divina. Sabiamente, recuerda que Dios no condena al infierno a los pecadores que mueren impenitentes, sino que ellos mismos van allí como quien busca su propio lugar en la Creación, el lugar que libremente ha decidido elegir. El artículo repasa cosas de las Sagradas Escrituras, hace citas en hebreo y en griego y menciona al “Dios de Israel” como una distinción admisible al Padre Eterno de la Santísima Trinidad. Porque hay quienes creen que hay una “religión judía”, anterior y antecedente de la Religión Católica; nosotros no. Pensamos que la Iglesia arrancó apenas incoada en el Paraíso mismo, pasó por los tiempos antediluvianos sin llegar a cuajar, vio el Diluvio —ejemplo perpetuo y monumental del castigo divino— y más tarde, la vocación de Abrahám. El articulista parece creer en otra versión, la que actualmente es más ... oficial. Aquella de la religión judía, de la Escritura judía —no “la Escritura”, a secas, de ellos, la nuestra y para todos, porque viene de Dios como don salvífico universal—. Viene por los judíos, claro. Pero para todo el universo. Pese a ciertas concesiones poco claras a un incipiente ecologismo de bandera inocua, nada logra obscurecer el buen tino general, eso sí, algo culterano, salvo lo que diremos enseguida.

Lo que llama la atención es cierta frase al comienzo de la exposición, que preferimos citar completa para dejar constante su contexto:

«Acabo de recibir esta consulta: ¿Se puede pensar que la pandemia desatada por el Covid - 19 sea un castigo de Dios?. Yo añadiría a la pregunta: ¿sensatamente?. Así se excluye desde el comienzo tanto el fundamentalismo desorbitado que agita terrores apocalípticos, cuanto el relativismo incrédulo del católico «progresista», que descarta con una sonrisa la cuestión in limine. Basta hojear en la Biblia los relatos del peregrinaje del pueblo de Dios registrado en los libros del Éxodo, los Números, y el Deuteronomio, para encontrar numerosos testimonios de la actitud divina ante la infidelidad, reiterada y contumaz, de los judíos. La noción de castigo va asociada a una imagen de Yahweh, que incluye el desfogue de su ira... »

Y leída que sea con atención la frase: se excluye desde el comienzo ... el fundamentalismo desorbitado que agita terrores apocalípticos nos toca a nosotros preguntar a nuestra vez: ¿sensatamente?...

Es que no deja de extrañar a quien viene siguiendo serenamente los primeros trinos del texto, en el sentido propuesto por el redactor: es un hiato inesperado, una declaración no pedida ni fácilmente explicable en el contexto presentado por el autor; un tropezón, vamos. ¿Qué es el “fundamentalismo apocalíptico”..? ¿Porqué el fundamentalismo apocalíptico desorbitado agita terrores inicuos? ¿Porqué qué un “fundamentalismo desorbitado”, puede conducir a un terror apocalíptico ...? ¿Qué terrores hay en el Apocalipsis que puedan ser agitados por una desorbitación del fundamentalismo... ? El “fundamentalismo” ¿es bueno o malo...?; debe ser bueno, pues el que critica el autor es el “desorbitado”. ¿Qué terrores encierra el Apocalipsis? ¿Es un Libro de Terrores...? ¿Qué debe excluirse y porqué...? Como se ve, la frase deja en el aire muchas preguntas, retóricas claro, fruto de la presentación intempestiva de variadas perspectivas a la inspección más o menos rigurosa de la cuestión que se quiere dejar ir.

Caso Dos

Pocos días atrás el P. Olivera Ravassi le ha hecho un interesante reportaje al Padre Horacio Bojorge, a quien hemos mencionado y acogido en esta página desde hace más de doce años por su inteligente y perpetua dedicación a las almas y a la preservación de la Religión verdadera. De él oímos y alguna vez también leímos en “Teologías deicidas”, aquella fantástica y perfecta síntesis de la lucha entre el modernismo y la Tradición: El campo de batalla es, precisamente, la Parusía. El modernismo no cree que sea otra cosa que un mero recurso literario referido a cosas pasadas, antiguas; o en el mejor de los casos, un símbolo de la lucha perpetua entre el bien —que algunos llaman Dios— y el mal —que algunosotros llaman el diablo. De dónde provengan esas nociones de bien y mal en pugna, no es algo que interese demasiado al estudioso porque, en definitiva, si no se cree en un orden moral eterno, objetivo, perpetuo e irreformable, sino que, como esos ojos relativistas e inmanentistas —con raspaditas o salpicaduras racionalistas— la moral simplemente no existe y en todo caso, si existiese, sería algo cambiante, relativo o pura moral de circunstancias, que les da lo mismo. Exactamente lo mismo. Por eso dicen cosas asombrosas sobre los Mandamientos de la Ley de Dios, tergiversando su cumplimiento después de haber traicionado su sentido. La Liturgia ya no es objetiva o, al menos, no debería serlo, porque es obra de los hombres y no una donación divina... ¿Todo esto se deriva de no creer en la Parusía... no estará exagerando? Pues no; si Cristo no va a volver es que la Primera Vez no vino o fué un mero “Cristo histórico”, un símbolo religioso urdido por las primeras comunidades cristianas y no el Hijo de Dios hecho hombre; así, todo vale, cualquier cosa es posible y haremos lo que nos dé la gana; pero ¡ojo! no todos, sino los que tengamos cómo hacerlo, es decir los poderosos y los ricachones. Porque los demás harán solamente lo que se les diga... Simple ¿no?

¿Bojorge dice todo eso? No, la verdad que no. Pero son las consecuencias fatales de negarle a la Iglesia su fin total, único y definitivo, que es arrastrar todo hacia el Cielo como a su fin último, adónde Cristo nos ha precedido para prepararnos un lugar junto al Padre y del cual tiene que volver a buscarnos, como ha prometido; pero si a la humanidad se le niega su destino celestial recuperado tras la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de N. S. Jesucristo, que necesariamente debe concluir con la Historia en algún momento porque la Historia ha sido hecha para Él, por Él, que es su centro, la historia no tiene otro sentido que la realización personal... y terrenal. El fin será instalarse bien en este mundo, no aspirar al que viene. En cuanto a si hay o no signos apocalípticos, esos mismo que espantan a mons. Aguer, menciona el P. Bojorge la experiencia de un sacerdote colega: “Con relación a la pachamama en el Vaticano, el día de Pascua y viendo al Papa Francisco solo en la enorme plaza, he sentido una fuerte impresión, que Cristo decía «Han impurificado mi templo. Por eso Me he retirado con mis ovejas»”. ¿Será el katejón?. Y en otro pasaje explicó que: “En Uruguay el confinamiento es voluntario... pero... con la Argentina ha habido un gran ensañamiento por que es la tierra de María, porque el aborto ha fracasado...”.

Se trata de dos cosmovisiones distintas y hasta nos atrevemos a decir: De dos Iglesias distintas. La primera, de la mano de un distinguidísimo y sin duda esforzado prelado argentino, ahora jubilado, que era el crédito de los conservadores de la Iglesia en la Argentina y representa el pensamiento del sector que, sin haberse arrepentido un ápice de las barbaridades postconciliares, abomina del mal modo compadrito progresista, del revoltijo litúrgico desmadrado o de las inevitables aberraciones morales surgidas en los últimos años en el seno de la Iglesia, al compás del definitivo triunfo de la “teología” modernista y el viraje antropológico a lo Rahner. Por que en el fondo, monseñor Aguer —por quien hemos profesado siempre un sincero de indeclinable afecto a causa de su entereza y bondad personal— es un modernista moderado, porque eso es todo, o lo más, que hay como mentalidad predominante en la Iglesia hoy en día, si se excluye al tercermundismo más revolucionario. El jesuita en cambio, con todo lo que se critica a su Orden en los días que corren, mantiene intacta su fe en la Segunda Venida. Pertenece por derecho y decisión propios a la Iglesia de la Promesa, la que espera en estado de oración y pacientemente la realización del tiempo y que el Señor, como Lo ha prometido y los signos parecen anunciar —ahora sí— sin equívocos, vuelva para instaurar todo en Él, por Quien todas las cosas fueron hechas, como afirma San Juan.

Un camino conduce, por desgracia, a la apostasía o ya es, para muchos, una apostasía completa y formal, porque se niega lo que Cristo anunció que llevaría a cabo como culminación de la Redención o, lo que es igual, se niega a Cristo o se niega a la Cruz; y no hay el Uno sin la otra. Y sin Cruz no hay Resurrección; por consiguiente, se termina negando el valor de la vida sacramental, que no es otra cosa que un anticipo participativo, invisible cuanto se quiera, de la Vida Trinitaria y, por lo tanto, una continuación de la Encarnación del Verbo. El otro es el sendero angosto y espinoso del silencio, la oración confiada y, para qué negarlo, una no poco atormentada (por los virus reales o imaginarios) constancia en la Fe y una perseverancia en la Esperanza, con todos los altibajos provocados por una desacralización que, en este momento, significa pura, simple y crudamente privación de los Sacramentos.

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