En su reciente catequésis de los miércoles, el Papa Benedicto XVI ha hablado del gran Atanasio, Padre y Doctor de la Iglesia.
El sobrio discurso papal, simplemente congenial con el espíritu del santo rememorado, acentúa la actualidad de la doctrina que el alejandrino expuso con tenacidad, coraje y lucidez contra todos los que negaban la perfecta divinidad de Cristo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima. Con toda justicia se podría pensar, de la mano pontificia, que hablaba para nuestros tiempos; en los cuales, a escasos días del centenario de la Encíclica Pascendi de San Pío X, pervive la herejía arriana y semi—arriana en el ya triunfante cisma modernista, haciendo necesaria una nueva dosis de ataque de ortodoxia atanasiana.
No solamente fomentó y sostuvo la tesis predominante —y finalmente definida como auténtica— en el Concilio de Nicea, del cual fue luminaria principal y vocero del Espíritu Santo, sino que, muerto Alejandro, el obispo que lo tomara como consejero, fuera como sucesor suyo en el gobierno patriarcal, paternal, ejemplar y vigilante obispo de aquella diócesis egipcia. Fue poco dado a enjuagues temporales o públicos que, en su tiempo como en el nuestro, enredan en las polleras lujuriosas de la política perdularia a tanto varón que se debería más a la santidad personal, que a los arreglos irenistas con el mundo. Por disposición permisiva de la Providencia Divina, sufrió cinco expulsiones de su diócesis decretadas por el emperador Constantino y sus sucesores y, gracias a ello, predicó contra Arrio en el mundo germano, tanto desde su destierro en Tréveris como más tarde en la misma Roma. San Agustín enseña que es más grande y potente la manifestación de la Providencia divina cuando saca bienes de algún mal, juzgado insoportable por los hombres, que cuando impide ese mismo mal, pues con esto, no solamente pone en acto el bien pensado eternamente por Él, sino que contraría el curso natural de las cosas, exhibiendo su inmenso poder. Sin lugar a dudas, este es un caso de esos. Atanasio sufrió difamaciones, persecuciones y maltrato de sus hermanos en el Episcopado, cuanto de los propios seguidores del desgraciado heresiarca Arrio, cuya final conversión a la doctrina verdadera truncó una misteriosa e inesperada muerte en el 336, víctima probable del veneno de quienes estaban interesados en impedir su conversión.
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Sus errores, no obstante esta casi segura intención retractatoria, se difundieron de todas formas por todo el mundo romano de la mano de los bárbaros, arrianos en su casi totalidad por la predicación de los discípulos de Arrio —particularmente el obispo Ulfila—, cuando el huno Atila los corrió hacia el Occidente europeo desde las estepas orientales que habitaban; y así llegó hasta España misma y pasó al norte de África, de donde sería finalmente barrida por la otra gran herejía cristiana, acaso también hija del arrianismo: El Islam.
Como prueba de la pervivencia de esta herejía y de la actualidad de Atanasio, pocos días y pocas entradas atrás, recordábamos la iluminada intervención de Jacques Maritain (a quien Dios Nuestro Señor, por intercesión de Atanasio el Grande, perdonará sus desvaríos por esta valiente defensa de la Divinidad de Cristo), Etienne Gilson y otros intelectuales católicos ante el pontificado de Paulo VI, a fin de impedir que un semiarrianismo de corte progresista, manejara a su antojo y corrompiera el Símbolo o Credo sancionado en Nicea a instancias del, todavía, joven presbítero Atanasio. Este error perdura entre nosotros, en la traducción del Símbolo.
Es un santo modelo para nuestros días, tan llenos de mundanal compromiso y de dudosas (y algo repugnantes) concordancias con ese mundo, señalado por Nuestro Señor como uno de los enemigos del alma. Como doctor, manifestó su amor de predilección por la Verdad, más allá de cualquier respeto humano, pues el compromiso con la Verdad lo es también por la Verdad y con los hombres, en cuanto destinatarios de la Revelación del Cristo. Como obispo, su intransigente vigilancia sobre la pureza de la doctrina, la Ortodoxia, de la cual sabíase depositario antes que coautor, lo enemistó con los poderes terrenales (y eclesiásticos), que lo expatriaron varias veces; sin sueldo, sin autómovil y sin fotos en los diarios. En una oportunidad y por espacio de seis años, vivió oculto entre los anacoretas del desierto, lejos de las tronantes “asambleas” pero cerca de Dios ¡qué felicidad!; sólo Él sabe cómo lograron los alejandrinos hacer regresar a su arzobispo a su sede, luego de probar aquellas delicias de la vida solitaria en el desierto, entre san Pacomio y los hijos de san Antonio Abad, el Ermitaño, de quien dice la tradición que fue amigo. Como Patriarca, su lucha inclaudicable por la libertad de la Iglesia, sobre la cual posee un patronato indiscutible, todavía enrojece a más de una autoridad constituída. Es decir, si fuera el caso que alguna supiera algo de historia; cosa que, por estos terrenales parajes, parece constituir un auténtico imposible metafísico, desde que todo saber se nutre, primeramente y como dice la Escritura, del Temor de Dios.
El gladiador de Dios entregó su alma a los 76 años, expresando aquella famosa confesión de Esperanza cristiana: «Mi vida fue un calvario. Me persiguieron pero no pudieron conmigo. Te acompañé en esta vida en tu Pasión Dolorosa, ahora espero acompañarte en tu gloria en la Vida Eterna».
San Antonio Abad, cuya impresionante biografía escribiera san Atanasio, en sus primeros años en el Desierto se fue a vivir a un sepulcro vacío, ejemplo que se viera forzado a imitar nuestro santo, en algun de las tantas oportunidades en que tuvo que salir huyendo de su sede patriarcal. Bravo y singular ejemplo para aquellos que hoy, lejos de vivir esta vida presente como el sepulcro del alma, la viven como sepulcros. Blanqueados.
2 comentarios:
Ludwig, creo que te envié un mail sobre este "dialogo" entre el Santo Padre y Mons. Fellay. ¿No te parece "casual" la elección de este Santo para estas fechas?
Esto no es solo un ejemplar acto catequético, sino, también una señal para algunos.
+Crux Australis+
A buen entendedor ....
L. b-C.
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