El 27 de abril murió, en La Plata, nuestro amigo Octavio A. Sequeiros, el querido “Pato” como le dijimos siempre sin acordarnos, casi, de su nombre oficial. Este intelectual, de los más relevantes de nuestra generación, no se afilió nunca al “partido intelectual”. No necesitaba la “pose”. Su sabiduría y su erudición fluían naturalmente, en cualquier lugar y en cualquier momento.
Era por completo desacartonado. Por regla general, andaba vestido por el enemigo (no creo que jamás ocupara su tiempo en fijarse si el saco combinaba con el pantalón). Se lo solía encontrar, sentado entre los últimos, escuchando a un conferenciante la más de las veces menor que él en cuanto a sabiduría y ciencia. Sin conocerlo previamente era difícil adivinar en su pequeña figura al formidable helenista, al latinista eximio, al filósofo eminente, al fiscal corajudo (bien lo saben los de “Quebracho”). Fue un intelectual profunda y apasionadamente católico, sin la menor cara de devoto porque tampoco, al decir Péguy, perteneció al “partido devoto”. Fue también un intelectual comprometido con el acontecer diario de su Patria a la que amó y sirvió sin concesiones. En su memoria vale recordar, aunque muchos lo conozcan, aquello de “Amar la Patria es el amor primero/ y es el postrer amor después de Dios/ y si es crucificado y verdadero/ ya son uno los dos, ya no son dos”.
Chispeante y mordaz, lo mismo hablando que escribiendo, era dueño de un sentido del humor que ayudaba a levantar nuestros ánimos alicaídos por los avatares de la Iglesia y de la Patria. En la generación de nuestros mayores, dentro del nacionalismo católico, no era extraño hallar maestros dotados del sentido del humor. Después de todo, aquella generación estuvo “marcada” por Chesterton. Pero en la nuestra el humor no abunda y el Pato era de los muy pocos capaces de romper la densidad de las tragedias. No las negaba, las mostraba de una manera tan singular que aliviaba el alma.
Fue un verdadero maestro. Hace poco leía una página escrita por uno de los tantos jóvenes formados por él; no resultaba difícil advertir en ella -lejos de cualquier imitación servil- la chispa y la pasión que el maestro supo encender en el alma del discípulo.
Supo, también, elegir mujer capaz de compartir la Fe, el mundo de las ideas y el amor de las cosas esenciales. Supo entregar hijos a la Iglesia.
Lamento que el vivir en ciudades distintas me haya impedido tratarlo con más frecuencia. Pero eso ya no tiene relevancia alguna. Ahora, junto al Padre, en oración chispeante y jocosa, intercede por nosotros.
María Lilia Genta*
(*) P.S. Publicamos esta nota sin el permiso expreso de su autora; y porque presumimos que su bondadoso carácter no nos lo impediría de haberlo sabido, lo hemos tomado como un permiso tácito.
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