Una persistente y espectral “presencia” se ha instalado en la ya de por sí azotada ciudad capital de la Nación Argentina, castigando sin piedad conjuntivas y gargantas a la par que esperanzas y hasta algunas justas ilusiones, levantando a su insensato y errático paso las más encendidas pasiones y las menos gratas opiniones.
El funambulesco —en el más exacto sentido de la palabra— fenómeno se ha aposentado inclusive de la Plaza Mayor de la ciudad, testigo de las grandes hazañas de la Patria y ha enseñoreado su obscuridad, su dolor y su ominosa, contradictoria y maligna pesadez sobre los sufridos porteños; que ya ni respirar en paz pueden.
El tránsito de vehículos en las rutas rurales ha sido interrumpido por su causa, como una protesta contra la negra y viscosa disipación de su ser opaco y negativo, que impide todo tráfico, especialmente ascendente.
Las causas no son claras: mientras unos sospechosamente eficaces oficiales del gobierno descargan su propia responsabilidad, afirmando no haberlo sido la quema clandestina de residuos tóxicos en los basureros estatales —cuya existencia misma niegan—, el inconfundible tufo sulfuroso que acompaña la invasión parecería desmentir tan desvergonzadas como apresuradas excusas. Se acude, por otra parte, a culpar a los hombres de campo, los que serían responsables de una quema indiscriminada de pastizales para liberar sus tierras de una especial y mortífera cizaña que, con sinigual persistencia, los acosa por estos tiempos. Ninguna de las dos versiones ha encontrado confirmación plena o expresa ni ha sido demostradamente desmentida, lo que ayuda a aumentar las tinieblas y la confusión.
Lo verdadero es que, contra la mayor parte de las obras malignas de los hombres, existen algunos —pocos y tardíos— remedios; pero contra los males de la naturaleza caída, sólo puede acudirse a Dios Nuestro Señor en busca de auxilio y socorro.
Que Él, en su infinita Providencia, se acuerde de esta pobre y maltratada ciudad de Buenos Aires, que en tiempos mejores llevó Su Santo y Trinitario Nombre y el su Bienaventurada Madre, y que, siendo Padre solícito y magnífico que jamás Se dejaría ganar en magnanimidad, envíe los auxilios que tan necesarios son; no los que merecemos, pues nadie tiene mérito alguno delante de Él. Simple y milagrosamente, los que necesitamos.
Y que un fresco ventarrón pampero arroje al mar tan maligna y nociva inmundicia.
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