miércoles, 23 de septiembre de 2020

Dos Reinos

Cuenta don Enrique Díaz Araujo que su hermano Edgardo acuñó una frase que, probáblemente sin darse cuenta, se volvería inmortal: “La larga legión de perdedores, que hicieron que esta tierra aún subsista”; que podríamos traducir caprichosamente como “Por ese puñado de perdedores que ha logrado mantener viva, hasta ahora, la esperanza en la Segunda Venida”. La frase de Díaz Araujo no dice eso, pero tal cual es su sentido último y como se refiere a los nacionalistas en la intención de su creador, que han ofrendado, a veces a sabiendas, sus fracasos temporales en el altar de un provenir dichoso y lleno de esplendor que nunca verían —como el buen ladrón, San Dimas— y como los nacionalistas son católicos y curiosamente, mantienen una porfiada confianza en la Segunda Venida de Nuestro Señor, que acaso sea la llama de su intensidad parusíaca... pues que así representan a todos los católicos de buena fe. Y los católicos de buena fe son aquellos de fe verdadera que es como decir, fe íntegra, por que sin integridad, la fe no es buena ni verdadera.

Estos prolegómenos se alargan en la medida siempre cortita de nuestra esperanza y van trayendo desgracias grandes, no del todo manifiestas, pero desgracias al fin. Esta tiranía que vivimos, tal como la hemos definido en algunas entradas anteriores, es acompañada por la anarquía más feroz y que pone a prueba la Esperanza más pintada ¿Pruebas? Pues al canto: Cada intendente, cada gobernador, cada autoridá distribuye y dispensa sus decretazos según su gusto, generalmente de ínfima prosapia, colaborando en la creación de un auténtico “reino de taifas” en la Argentina. Cada uno interpreta las normas inconstitucionales del gobierno como le place; así, hay provincias donde rige un alocado toque de queda ¡desde las tres de la tarde! Hora simbólica si las hay, especialmente para los católicos, si los hay... Si parece sugerida por Belcebú. En otros lugares se prohibe la circulación de la forma más completa; en otros, el ingreso de foráneos, que son considerados así inclusive quienes viven fuera de las pedanías municipales, como la pobre y sacrificada gente del campo argentino, que ve así obstaculizada la satisfaccción de sus necesidades más elementales. Son considerados “outsiders”, orcos o zombis, que la sociedad “decente” quiere evitar a todo trance. Lo mismo se diga de los habitantes de pueblos o ciudades vecinas, separados de sus proveedores y, lo que es peor, de frecuentar a su familia, por las insensateces criminales de cada emir de pueblo chico.

Desde luego, era un fenómeno previsible dentro del marco anárquico en que se desenvuelve esta tiranía. Pero lo más grave es el sentimiento o más bien la realidad que oculta aunque sin mucho disimulo: Un gigantesco “sálvese quien pueda” que tira, como la cabra al monte, a la desintegración de la sociedad argentina, por miedo o por simple cálculo, que al final da lo mismo en punto a sus consecuencias. Y apunta a la desintegración, como revela la más completa falta de un ideal común, mientras los siniestros planes de los jefazos van tomando su sombría forma.

Escribe Castellani:
«una sociedad cualquiera debe conspirar a algo común y para ello debe estar gobernada. Ese algo no puede ser la mera conservación de la misma sociedad; y mucho menos (si es religiosa) el rejunte de dinero, o de la “falsa gloria que dan los hombres”... Sin conspiración a un Ideal, toda sociedad se va contra un escollo. Conspirar a algo y gobernar, significa tener los ojos constantemente puestos en el fin común y medir con él todas las cosas. Porque la sociedad no es tal sino por causa de una obra que hacer en común. La raza, el idioma, la religión, las fronteras son los elementos materiales de una nación; lo formal es el “quehacer colectivo”. Quitado esto, languidece y se hunde la sociedad. El hombre va en la sociedad como la gota en la nube viajera. Pero para esto es menester que viaje la nube. Si la nube se estanca, la gota se pudre o se disuelve con acompañamiento de tronidos. Pues bien, eso le está pasando ... por falta de visión ideal arriba: no hay obra común, ni quehacer colectivo. Somos una nube de tronados. Agudísima fue la conocida cifra política de Saavedra Fajardo: una flecha vertical y debajo el lema: “O sube o baja”. Eso es una sociedad. No es una cosa sino un movimiento. Es en todo instante algo que viene de —y va hacia. Córtese por una hora la vida de un Estado civil que lo sea realmente, y se hallará una unidad de convivencia que parece fundada en tal o cual elemento material: sangre, idioma, fronteras naturales. Una interpretación estática nos llevaría a afirmar: eso es el Estado. Pero pronto advertimos que esa agrupación humana está haciendo algo en común: conquistando otros pueblos, defendiendo sus intereses, fundando colonias, independizándose o federándose. Es decir, que en toda hora está superando el principio material de su unidad. Ese términum ad quem define un Estado. Cuando ese impulso al más allá cesa, la sociedad automáticamente sucumbe, su unidad se torna sólo aparente, su convivencia empieza a minarse por dentro, desfallecen las dos bases fundamentales del consorcio social: la justicia, que socialmente se llama derecho, la caridad, que socialmente se llama concordia... No somos una sociedad, sino un montón de gente.»

Era imposible decirlo más claro ni mejor, aunque en el caso argentino, la responsabilidad recaiga completamente en las mal denominadas “autoridades”, que no son autoras de nada sino al contrario, que por no serlo y propender solamente a su bien personal —efímero y catastrófico para ellos y, por redundancia natural, para la sociedad que NO rigen pero encabezan— demuelen o postergan el bien común. Y esto de postergarlo, es más una expresión de deseos nuestra que la aniquilante realidad a la vista.

Eso es en el presente la sociedad argentina (mal) gobernada: una empresa común que ha dejado de serlo, que se hunde por no conspirar a algún bien en común por pequeño que fuese, superior a su propia subsistencia; una cosa inmóvil y no en movimiento, que tiende desesperadamente a lo que cree es su pura conservación pero que, en verdad, lleva en su entraña sangrante la amenaza de su ruina perpetua. El entretenimiento predilecto de intendentes, gobernadores y cualquier pillín con un pelito de autoridad, es crear la mar de dificultades a los argentinos con prohibiciones ilegales, protocolos que violan el más elemental sentido común e, inclusive, los deberes jurados de ciertos profesionales e inventándose supuestas conductas exigidas para el control de esta fantasmal “pandemia”... de macaneadores; además de humillar hasta lo indecible a la Iglesia Católica —a ver si alguno se va a atrever a suspender los actos de culto sabatino de los “hermanos mayores” de Juan Pablo II— proscribiendo cualesquier actos del rito católico, procesiones históricas, como el Milagro de Salta, suspendida con el inestimable concurso del ordinario del lugar o vilipendiar a aquellos que se han atrevido a desobedecer semejante desatino. Porque escribámoslo con orgullo: todavía hay quienes piensan que obedecer a Dios es anterior y necesario a cierto justo acatamiento que merecen los hombres con autoridad, aún desoyendo las supuestas órdenes de los gobernantes.

Pero qué se va a hacer; a muchos “fieles” de hoy, estén consagrados o no, no logramos verlos negándose heroicamente a sacrificar incieso ante los emperadores de turno; de este turno finisecular no ya pagano, sino antiteo, de fin de una Era mejor dicho. Ni siquiera recordándoles que la amenaza por no hacerlo ya no son los leones, sino el arañazo de unos gatitos peronistas que, fuera de sus proverbiales amenazas e improperios, no tienen la boca para morder, sino para blasfemar....

Y aquí seguimos los perdedores de siempre, esperando contra toda esperanza, que el Señor de las Esperanzas venga a decirles: “¡Hasta aquí llegaron!”. No importa si lo veremos o no. No importa que se nos conceda el ser parte inicial de esa nueva Era. Solo basta seguir esperando a que llegue y entregar nuestra guardia con lo que, ahora, prácticamente se ha vuelto certeza. Certeza además de que Dios protege a los suyos, los preserva de la tribulación y los ampara bajo las plumas de sus alas, no permitiendo que los alcance la maldad, la peste o caigan en la red del cazador, haciéndolos marchar incólumes entre áspides y víboras, pisoteando dragones a su paso... (Salmo 90) Así somos los perdedores de Dios.

Exsurge Dómine...!

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