Un 13 de octubre de 1307, daba comienzo público la persecución oficial del rey Felipe de Francia contra la Orden del Temple; merced a un engaño indigno de un caballero, el rey atrajo a los jefes del Temple a París, su propio señorío, en el cual podía ordenar su detención sin riesgo alguno, como en efecto mandó hacer. Luego de imponerlos a duras prisiones y tormentos, temiendo con razón su absolución por parte del Papa y su propia y consiguiente excomunión por haber puesto la mano sobre el Pontífice Romano, mandó quemarlos en la Isla de Francia, centro de París, en 1313, luego de trajines que resumiremos brevemente. En el espacio de todos estos escasos siete centenares de años, no se ha terminado de esclarecer, ni de escribir tampoco, una historia que permita conocer de manera definitiva la verdad sobre este obscuro episodio que, lejos de involucrar la responsabilidad de la Iglesia como querrían sus detractores, fue en verdad el verdadero comienzo de un calvario tremendo y causa nada despreciable del actual estado de postración, además de coincidir con el punto de arranque del ya floreciente cisma occidental y punto de inflexión en el abandono definitivo de la idea de instaurar una Teocracia católica, perdida del todo bajo León XIII. Pero de momento, el Temple era sin duda un obstáculo formidable para no temer que, por su mera existencia, peligraran los siniestros planes cesaropapistas del rey de Francia; la miopía eclesiástica no comprendió a tiempo que, cediendo interna y externamente a las inicuas exigencias temporales contra estos leales súbditos suyos, se entregaba la propia Santa Sede a sí misma, indefensa y maniatada, a las pasiones del mundo.
Al presente, parece ser voluntad de la Santa Sede dar a la publicidad un volúmen conteniendo facsímiles de los documentos determinantes del proceso canónico a los caballeros Templarios, incluyéndose la sentencia absolutoria y testimonio elocuente de su completa y perfecta inocencia de los cargos de herejía y que, dictada por el Papa Clemente V, fuera conocida y publicada pocos años atrás bajo el nombre de “Pergamino de Chinon”; sin duda, su aparición ha dado un giro completo a la cuestión templaria, no solamente absolviendo de culpabilidad en los delitos imaginarios a la Orden, sino también al propio Papa de felonía, situándolos con bastante exactitud donde quedaron el Papado y el Temple luego de este triste asunto: en el duro papel de las víctimas de los feroces apetitos políticos y el odio del mundo.
Pero la tenacidad del rey francés ya lo tenía resuelto a apoderarse de Europa, comenzando por expandir sus fronteras (bastante menos extensas que el actual territorio francés) aunque, para lograrlo, le fuera preciso secuestrar y retener extorsivamente a su máximo pontífice, y contando para este nefasto propósito con el ingenio diabólico del valido real, ministro Nogaret. El cesarismo real se sumó a una imperiosa necesidad de dinero que la liquidación de los cuantiosos bienes templarios podía sufragar sin esfuerzo, si se jugaba la carta con ingenio; estaba pendiente de satisfacción contra el Papado, además, una afrenta reciente contra el poder temporal, estrictamente a causa de que el anterior papa, Bonifacio VIII librara, como respuesta fulmínea a ciertas inicuas pretensiones reales, una declaración solemne definiendo la supremacía del poder espiritual sobre el poder político, por medio de la bula Unam Sanctam; acto ejecutado antes de morir el Papa Bonifacio, avergonzado a causa de las humillaciones recibidas de Nogaret en la ciudad de Anagni donde lo mantuvieran secuestrado por orden del infame monarca. El conflicto se suscitó cuando Felipe, a fin de perjudicar más aún el poder papal, deteriorado ya con la declinación al trono de Pedro del papa Ceferino, apresó, juzgó y condenó a un sacerdote por delitos imaginarios violando la jurisdicción exclusiva pontificia, montándose para ello un espectáculo circense con pretensiones judiciales, testigos falsos y la exposición minuciosa de horrorosas fantasías y estrafalarias mentiras; y poniendo a punto la maquinaria que se utilizaría pocos años después contra el Temple. Pero ¡estaban los templarios!, así que se decidió poner cerco a este único escollo serio y temible que existía en defensa de la libertad de la Iglesia y de la persona del Papa y que era defensor incondicionalmente favorable al Pontificado Romano; para esas fechas, la Gran Orden del Temple, el poderoso ejército de monjes guerreros, estaba asentada definitivamente por toda Europa, tras la caída y retirada de Jersualém, bastión que fueran los últimos en abandonar dejando tras de sí una incontable cantidad de muertos en los combates por asegurar la partida de los reyes cruzados.
Los años, acaso también una vergüenza mal disimulada y de fea causa y, sobre todo, ese trágico compás humanista y modernista de complejos de culpa —nacidos a la par de la pérdida del sentido de su misión sobrenatural— y el trasluz de arrepentimientos públicos tan innecesarios como inoficiosos, formaron en la Iglesia (institucional) una suerte de generalizado desprecio oficial por la que fuera una de sus creaciones espirituales más exitosas y gloriosas y sólo comparable a la Conquista de América: la Caballería —producto del infalible genio apostólico del gran Bernardo de Claraval— y quintaesencia y compendio de la futuras virtudes militares por todo el mundo. La luminosa inspiración del doctor Seráfico, convirtendo salteadores y bandoleros trashumantes en caballeros andantes, mutando más su finalidad que su oficio y edificando sobre barro hediondo una catedral espiritual jamás repetida en la Historia, no solamento no ha merecido un justo reconocimiento de la Historia contemporánea, sino que ha sido vilipendiada en la era moderna porque, aburguesada como está, no resulta congenial con las virtudes de la Caballería, ni con el procedimiento del Santo, ni con ... la santidad.
Desertando de su hontanar de principios, la era moderna que se abre con el Renacimiento, se ha visto cargada proporcionalmente de prejuicios y ya no discierne entre verdad y mentira, mito, leyenda o historia y está preparada para digerir acríticamente todo suerte de mentiras y difamaciones, a condición de presentárselas decentemente revestidas. Los templarios fueron acusados de homosexualismo justo al comienzo de una era vergonzosa por el aplauso descomedido y cómplice que, dispendiosa y estúpida, prestó a todos los desvaríos paganos que el cristianismo había arrinconado; de ser fuente de desorden, cuando en los extremos orientales de Europa, era la única garantía de orden; de homicida, cuando su sola presencia era disuasivo a malandras y asesinos. El problema serio no era aquí la Verdad, sino la fidelidad de estos caballeros al Papado y el rey francés lo sabía muy bien, temiendo que —resuelto ya a apoderarse del papado y del papa, y también de la Religión— fuera a tener que enfrentarse, armas en mano, con la poderosa Orden. Optó entonces por llamar toda clase de testigos falsos, estimulados por el soborno o con el terror, que declararon lo que se les ordenó, sin temor alguno a la contradicción ni, penoso es decirlo, a las consecuencias en la Vida Eterna. Los conmilitones del régimen, los logreros de siempre, prestaron su concurso con alegría y decisión, contando con obtener así el beneplácito y favor reales. El Papa, en un intento tan desesperado como inútil y tardío, sujetó entonces la Orden a la Inquisición romana bajo su directa potestad, pensando librar a los reos del tormento casi cotidiano que les infligía el inquisidor real (algo así como un comisario de instrucción) para obtener unas “confesiones” de culpas imaginarias, no obstante la formal condena del tormento como método de instrucción judicial que, desde hacía 10 siglos, había formulado la Iglesia. Como cualquier historiador serio no ignora pero tampoco se anima a declarar, la Inquisición romana era empleada por la Iglesia para librar a los reos de la mano, mucho más pesada y menos imparcial, de los gobiernos civiles, transfiriéndolos a los jueces canónicos que extendían su manto protector y acaso también el proceso, bastante más allá de la vida natural del reo y de los caprichos políticos. Las grandes “víctimas” de la Inquisición, como Galileo Galilei, pueden atestiguar esta verdad que salvó sus vidas de las garras de los políticos; y también, por contradistinción, las centenares de miles de víctimas que asó la Inquisición luterana surgida a mediados del siglo XVI, al socaire de la loca unificación del poder político y religioso. Lo cierto es que el Papa, fuera miope o cobarde o cómplice, fracasó en sus reiterados intentos de retener para la Iglesia y para sí la competencia sobre los Templarios, ya perdidos entre las garras del cruel francés Felipe IV sin ver, o tal vez sin fuerza para impedirlo, que en ello iba enancada su propia (mala) suerte; en realidad, se acobardó ante el rey más de lo necesario, pues estaba visto que Clemente no tenía pasta de mártir ni de héroe, aunque sí tal vez de cómplice, y que el rey no tenía tanto poder como decía. No obstante y a pesar dello, honra la verdad recordar que en agosto de 1308 libró su sentencia de formal y completa absolución que hemos referido más arriba (y que algunos reputan un simple borrador sin valor jurídico alguno ... ¡conservado 700 años como un tesoro!), sin acertar por ello a mejorar la situación del Temple, pero sí, empeorando la suya propia y comprometiendo seriamente su triple corona, ya decididamente sujetas al triste poblado de Avignón, al rey francés y al venidero cisma occidental.
Esta miopía, de paso, ha arrojado la memoria de los monjes soldados a los pies de esos enemigos de Dios y mercachifles de la verdad, negociantes impenitentes del pasado, que son los masones; que como cualquier rastacueros que se precie, buscan apropiarse de una honorable genealogía ajena para alzarse más allá de sus escasas facultades y nulos méritos; e intentando curarse en salud de una irremediable vulgaridad y una más fatal chocarrería. Pero esa es otra historia; interesante, sí, y parte del cruel e injusto olvido en que se ha sepultado a estos pobres caballeros, y dato de relevancia del tremendo abandono irenista en que se ha sumergido la Iglesia por la pérdida de —digámoslo así— su autoconciencia de Cuerpo Místico de Cristo, de ser la evangélica Sal del mundo y no la Reina de la Noche de “La Flauta Mágica”.
Las consecuencias, tal vez imprevisibles en el día, han sido concausa de 100 años de cisma occidental, de prisión papal en Aviñón, de humillación del Cuerpo Místico y de pruebas inenarrables de los fieles ministros del Señor. Un error produce un desgarramiento, el desgarramiento una herida y la herida, la infección y la muerte.
El “asunto templario” se precipitó cuando, buscando el Papa dar un último golpe para salvar a la Orden y a sí mismo, creó una comisión de cardenales que debían oír otra vez las defensas de aquellos caballeros que quisieran exponerlas a nombre de su ilustre corporación, pero sin detener las presiones reales ni sus propios temblores; llegados a París los legados, cansado el rey de las desatenciones pontificias de los últimos años, ordenó asesinar por el fuego a todos sus prisioneros sin esperar el casi seguro veredicto absolutorio, o al menos dilatorio, de los emisarios papales. La leyenda de la intimación lanzada por Jacques de Molay a comparecer ante el juicio de Dios antes del año, proferida en 1313 desde la hoguera, no la afirmamos ni la negamos; pero en ese período de tiempo los tres involucrados, el Papa Clemente V, el Rey Felipe IV y el maligno Nogaret, comparecieron efectivamente ante el Trono divino.
No consta cómo les haya ido a ese trío ante tan definitivo Tribunal de Uno Solo; sí constan los males que se siguieron de tanta felonía, cobardía y abandono y los dolores que la Iglesia tuvo que sufrir por abandonar a los suyos en las garras, sedientas de sangre santa, del gobierno de las naciones.
Ese mismo poder mundano que, temblando de odio y terror ante la cercanía del Justo de Dios, ofreciera Satanás en el Desierto al Ungido a ver si lograba que se postrara y lo adorase. Y aunque allí fracasó para siempre, es de su natura el no poder evitar intentarlo todo el tiempo hasta el fin de los siglos. Y cuentan que, de vez en cuando, le va bien.
2 comentarios:
Excelente nota. Muchas gracias.
Respecto a Nogaret, Jean Touchard en su célebre "Historia de las ideas políticas" comenta el surgimiento de lo que él llama "legistas" estos precursores de Juan Bodino que ayudan a quebrar la Cristiandad al poner fin al equilibrio político medieval fortaleciendo el centralismo y el despotismo de este mal nieto de San Luis que fue Felipe el Hermoso.
Respecto a Clemente V, tengo entendido que al permitir la disolución de la Orden del Temple, pensaba cumplir el proyecto de amalgama de las órdenes de caballería; proyecto que hacía años venía considerando la Santa Sede junto a los dos grandes maestres del Temple y del Hospital. Algún autor considera que el conocimiento de ese proyecto fue lo que motivó a Felipe el Hermoso a actuar rápidamente para tomar los bienes templarios antes de su fusión. Parece ser que Clemente quiso seguir con su proyecto y por eso dispuso -con el apoyo del Concilio de Vienne- la transferencia de los bienes del Temple a los hospitalarios. Sin embargo, esta disposición no fue completamente acatada ya que, además de Felipe que se negó, otros reyes hicieron la transferencia a sus propias órdenes "nacionales" (Aragón, Portugal, Castilla, Alemania, etc.) haciendo que luego los Papas bendicieran estos hechos consumados. Así que el nefasto Felipe tuvo varios discípulos.
En cualquier caso, su descendiente, Luis XVI pasó sus últimos días en el Temple de París...
¡Qué paradoja lo de Luis XVI! ¡El último Capeto, esperando la muerte en el Temple, pero sin caballeros que lo defendieran! la verdad es que, cuando se me ocurrió la idea, no me atreví a usarla por respeto al pobre Luis, que bien podría ser considerado un mártir. Pero lo que Ud. señala es justicia histórica o poética que no puede dejar de mirarse con unción, o tal vez, un susto grande de meterse a intruso en las cosas de Dios.
Nogaret, en efecto, es el precursor de la nobleza togada o "negra", que tan exitosamente empleara Luis XIV para destruir a la nobleza guerrera y de la tierra durante su extensísimo reinado. Gracias a ello, su tataranieto no tuvo quien lo defendiera, salvo el ilustre abogado y ex ministro Malesherbes (con Tronchet), que pagó con su vida la defensa del Rey y la honra a su profesión.
La unifiación de las órdenes, tengo entendido, era demorada permanentemente por los propios reyes, que veían en las numerosas órdenes ejércitos autosustentados que les brindaban auxilios invaluables y sumamente económicos, pues normalmente como único pago a sus servicios de sangre, se estipulaba la entrega de alguna o todas las plazas caídas en manos de las órdenes, durante cierto tiempo.
Al abandonar definitvamente Tierra Santa en 1299, las órdenes se vuelven un peligro potencial en el magín de algunos reyes y, agregándose la codicia por sus importantes propiedades (fruto de su frugalidad antes que de otras cosas) su suerte quedó sellada. Hasta el arrogante Napoleón se dió el dudoso "gustazo" de arruinar a la Orden de Malta definitivamente, ya entrado el siglo XIX. Pero Pío VII no era Clemente, y no disolvió la Orden, ni se arredró ante el Emperador, que también lo tuvo preso en Aviñón.
Como se ve, la historia, en algunas cosas, se repite hasta el cansancio.
El asunto Templario es apasionante, pero como Ud. comprende bien, mi propósito ha sido advertir del suicidio que supone la entrega indiscriminada de rehenes a la Revolución.
Y muchas gracias por su correo y la oportunidad que me da de comentar lo que quedó en el tintero.
I. D.
L. b-C.
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