Un artículo del año 2003 del periodísta Roberto Bardini —quien a veces escribe cosas interesantes, pese a un raigal marxismo que lo brota de resentimiento, aunque no logre ocultar del todo una sincera y tierna nostalgia argentina— nos ha obsequiado con una jugosísima excusa referida a la traumática relación de Juan Domingo Perón con la Iglesia Católica, durante la última parte de la primera época del peronismo; no obstante la sencillez de los hechos que rodearon aquel penoso acontecimiento, tan conocido, Bardini evita el abordaje directo de una cuestión tan espinosa como empinada, acudiendo al circunloquio y empleando, como excusa, como telón o como proemio, el trato que Perón mantuviera con los judíos. El artículo de Bardini comienza “reconociendo” que los Gobiernos argentinos listados entre 1933 y 1946, no solamente aceptaron la mayor cantidad de refugiados judíos emigrados en toda la historia moderna, provenientes de la diáspora europea de entonces, sino que, ya instalados aquí, se vieron favorecidos de muy diversas maneras por esos gobiernos supuestamente pronazis; como por ejemplo, con la fundación de instituciones especiales estimuladas por el escritor católico (o sea “nazi”, para Bardini, Papelón/12 y demás) Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast), destinadas a la protección de los infantes de familias judías. Y para finalmente dictaminar, pocos renglones más abajo y sin demostrar temor alguno ante la contradicción, que a pesar de ello, sería verdad que, según Eva Perón, el antisemitismo argentino ¡era obra de la oligarquía! El cual estrato social —siguiendo en este caso el contenido conceptual predominante que en aquellos años era dado a este dudoso sustantivo— habría recibido en el país, no obstante lo dicho, más judíos durante los 15 años seguidos de su gestión, y sin limitación alguna, que todas las hipócritas potencias “democráticas” europeas o americanas, que cansaban al mundo con sus protestas y sus grandes voces, pero no ayudaban a nadie por medio de efectividades conducentes, como parece haberlo hecho la tan criticada —y equívoca— oligarquía local.
Este hecho histórico es rigurosamente verdadero y, aún, consideramos exigua la cifra de judíos europeos refugiados arribados a estas costas, que presenta Bardini como definitiva, y que trepa más allá del triple de la mencionada por este autor, como cualquier estudio serio, efectuado teniendo a la vista los registros de la oficina de Migraciones —estudio en el cual se hallan sospechosamente en mora los cazadores de infamias, sedicentes historiadores amarillistas— demostraría sin asomo de dudas, para vergüenza de todos aquellos que denostan a la Argentina como antisemita y a la clase gobernante de aquellos años que —sin negar sus inmensas falencias ni la imposibilidad de categorizarla unívocamente como intenta la zurda— fue mucho más eficaz en la hora, que sus críticos de hogaño.
Pero todo esto, siendo interesante, es anecdótico, porque el fin del panfleto tan singularmente presentado, queda revelado bastante más allá de promediada su lectura: en realidad, la entrada tiene por propósito excusar la persecución contra el catolicismo lanzada por Perón, no bien desaparecía de la escena política su segunda esposa y carismática estandarte de las reinvidicaciones sociales; aquellas mismas que el Ejército, propulsor a osadas de la primera presidencia de Perón, exigiera al veleidoso coronel como condición liminar para promover su exaltación política.
Hoy parece innegable la existencia de masones en el último Gobierno de la primera época de Perón: Méndez de San Martín, Borlenghi, Subiza, Teissaire ... Perón nunca más tuvo trato con ninguno de ellos después de su derrocamiento (o, más apropiado, sería llamarlo “abdicación”, como veremos enseguida) de septiembre de 1955, y sí tuvo palabras amargas y críticas contra lo que llamó poderes ocultos internacionales, a quienes acusó de haber fomentado su disensión con la Iglesia (Juan D. Perón, La fuerza es el derecho de las bestias, Ed. Cicerón, Montevideo, 1958, pág. 66 y s.s.; Del poder al exilio. Cómo y quienes me derrocaron. Buenos Aires, 1973, págs. 27 a 35); pero sin haber llegado nunca, lástima grande, a la explicación de detalle que tan bien habría satisfecho la curiosidad histórica de la posteridad; y que a través de aquellos omisos nombres concretos, actitudes y circunstancias coherentemente hilvanadas, habrían formando una convicción histórica aceptable. Sin embargo, como en las novelas que las editoriales comerciales destinan a pueblos cultos, pero que también podrían caer en manos iletradas de pueblos bananeros (si se permite la comparancia), la explicación que Perón dedica a este delicado problema en la edición española de Del poder al exilio. Cómo y quiénes me derrocaron (Madrid, Artes Gráficas Clavileño, 1957) es distinta a la que contiene la edición argentina de 17 años después. En la española, expresa que la crisis con la Iglesia no fue culpa de él, que era católico, ni acaso de la Iglesia tampoco, sino el resultado de manipulaciones masónicas, de fuerzas obscuras que querían arruinar la Argentina y a él mismo.
Madrid 1973
En cambio, en la segunda edición en el tiempo, Perón (y Bardini detrás) se despacha a gusto contra la Iglesia cargándole la romana y las consiguientes culpas en los hechos que culminaron con la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas (1954), la ley de divorcio civil vincular, la ley de profilaxis, las detenciones de dos obispos, la quema de varias Iglesias céntricas de la ciudad de Buenos Aires (con profanación de los restos mortales de insignes patricios, cuyos huesos serían arrojados a las alcantarillas) y su postrer derrocamiento. En la edición española, Perón no atribuye a la Iglesia ninguna culpa en el final de su presidencia segunda, pero tampoco se mantiene mudo sobre este capítulo de su historia: inculpa, como hemos dicho, a la masonería enquistada en su gobierno desde largo tiempo atrás, por la ejecución de ponzoñosas artes cuya finalidad era enemistarlo con el catolicismo, y finalmente, perderlo, como en efecto sucedió.
Sin embargo, la picardía del sonriente general queda demostrada con este hecho, en realidad poco conocido, de su biografía literaria; y atención, por que la segunda edición del libro es la que menciona Bardini como fuente de las explicaciones brindadas por Perón a la posterioridad, y que es tomada como relato cierto sobre su conflicto con la Iglesia. Esta inexplicada discrepancia entre dos ediciones del mismo libro, es tan misteriosa como la razón por la cual Perón, si es que verdaderamente comprendió en su momento este fatal juego masónico, no lo evitó o lo deshizo a tiempo.
A nosotros se nos ha ocurrido pensar que —ahora veremos cuál pudo ser la verdad histórica— a Perón no le convenía, en la católica España de Franco a la bien pronto recurriría para buscar cobijo, culpar a la Iglesia de ... ¡su propio anticatolicismo! (Perón defendía la catolicidad original de su doctrina peronista); pero en los años siguientes, ya triunfante el progresismo en muchas de sus expresiones, inclusive políticas, y perdido aquel primitivo interés, era más rentable políticamente volver al discurso de 1954, el de los malos curas que, conspirando en las oscuras sacristías, lo habían echado del poder con la complicidad de los poderes ocultos.
A nosotros nos parece que, lo que para Perón fue una picardía más en una vida de suyo bastante picaresca (¡qué le hace una mancha más al tigre!), en un pretendido historiador viene a ser, simplemente, una gruesa falta a la verdad, acaso guiada por el compromiso político o por la conveniencia ideológica; como ocurre ahora mismo con la llevada y traída cuestión de si al difunto fundador del peronismo le cupo o no intervención directa alguna en la creación de la famosa organización “Triple A”, (ver nota), cuando se sabe de sobra que existen testimonios directos que impiden, absolutamente, liberarlo de responsabilidad, al menos genérica, en cuestión tan comprometedora. Y que mencionamos, más que nada, por su similitud de situaciones y de tratamiento con la materia de este artículo, que es la vera explicación del problema de Perón con la Iglesia, en cuanto fue un hábito frecuente del general, pretender el conocimiento de cosas que ignoraba o asegurar desconocer otras que sabía perfectamente.
No nos interesa en lo más mínimo denigrar a Juan Domingo Perón ni a su obra de gobierno —admirable en tantos otros aspectos que aquí no van interesados— pero tampoco nos dejan inertes semejantes faltas a la verdad histórica que, según es de toda evidencia, no son el fruto de la ignorancia o la pasión política desbordada —ciertamente inexcusable, aunque sí más comprensible por lo enceguecedora y optimista que ella es— sino el maduro resultado del cálculo frío de quienes se juzgan a sí mismos como iluminados alquimistas de una narración de la Historia creada para consumo ajeno y provecho propio; poniendo así en acto, aquella recomendación del genial y maléfico Gramsci de rehacer la memoria de las generaciones futuras mediante el engaño, para ordenarlas a la Revolución permanente.
En cuanto a Perón—Bardini (suponemos que no le será ingrato a don Roberto compartir este binomio, aún en un segundo lugar y en tan modesta circunstancia) la teoría de Perón en su versión anticatólica es contradictoria con hechos posteriores de la vida del general en el exilio y con algunas expresas declaraciones suyas. Su asistente y edecán —y testigo conspicuo de sus últimas horas en el poder— el Mayor Bernardo Alberte, le envió en mayo de 1957 una carta personal cuyo contenido, expresado en el tono propio de un subordinado que vive apasionado por la gloria de su Jefe, no deja pasar ninguna duda sobre los hechos que narra:
...La revolución del 16-IX tuvo sus causas: injustificadas o no; no entro a analizar este aspecto del problema. Ud. mismo lo reconoció, cuando a un grupo de sus colaboradores que quedábamos con Ud. en aquella triste noche del 19-IX nos expresó: —«Yo debo irme; no quiero para mi Patria ni la guerra civil ni la destrucción, y estos bárbaros van a destruir lo que tanto sacrificio y trabajo me costó para levantar. Yo he sido durante 10 anos la solución para el país; ahora ya no lo soy más. Hay mucho odio en el pueblo. Alguien vendrá que solucionará el problema». El poco tiempo transcurrido demostró que Ud. no tenía razón: Ni vino alguien que solucionara el problema, ni Ud. dejó de ser la solución para el país. Así lo considero, pero, considero también que hay que corregir los factores que dieron lugar a aquella desgraciada revolución.
Repito que serán o no justificadas las causas, pero me mantengo en que fueron causas, o por lo menos pretextos para llevar a una parte importante del pueblo a luchar contra nosotros. Quién tendrá la razón, la historia lo dirá, pero si vuelve al gobierno del país como todo lo hace prever, repare en esas causas y elimínelas.
...Otro asunto conmovió al país. El asunto religioso. Fue explotado en nuestra contra e influyó poderosamente en el estallido de la revolución del 16-1X.
¿No cree Ud que seguirá influyendo para evitar que Ud. regrese al país? Yo creo que sí. Por eso considero debe encararse de frente el asunto y poner en práctica la solución que su corazón de católico le dicta. Por lo pronto, no se muestre ateo, porque no lo es. Yo podría hacerlo, Ud. No.
¿Acaso no recordará la Iglesia todos los beneficios que Ud. Le otorgó antes de que se planteara el conflicto? Mi incapacidad me impide hablar de la solución, Ud. ya la tenía pensada cuando ya no había tiempo de corregir errores que fueron más de procedimientos que de objetivos, y que no fue producido por causas que tenían que ver ni con la religión, ni con la fe ni con la Iglesia.
Reconstruya aquellos días, piense en quienes lo aconsejaron, más aún en quienes lo impulsaron, repare en las consecuencias y en los resultados.
El texto es sumamente elocuente y la sinceridad, que brota en este caso de un corazón simple y leal, punzante y sencilla, como la verdad misma. Y es clarísimo que el redactor piensa que la culpa en el conflicto con la Iglesia es, al menos indirectamente, del propio Perón, por que se ha mostrado ateo sin serlo, y también de sus allegados, que de un bando u otro, han aprovechado esa debilidad presidencial para sus planes, o acaso, apoyándose en la soberbia del presidente derrocado, que no desea admitir tal equivocación; y por eso, es que le pide que se rectifique y corrija sus errores. El testimonio es impresionante y no hay libro que pueda desvirtuarlo.
La respuesta de Perón, fechada en los primeros días del siguiente mes de abril de 1957, y firmada como “Pecinco” —pseudónimo clave que solía utilizar en aquel tiempo—, no toca para nada la cuestión religiosa propuesta por Alberte, centrándose casi exclusivamete en dirimir ciertas quejas sobre, y de, los emigrados peronistas en Río o Caracas (se refiere a los exilados después del derrocamiento del Gral. Lonardi, el 13 de noviembre de 1955, y a los recién llegados por el fracaso de la asonada del Gral. Juan José Valle, de junio de 1956). Sobre las cuestiones planteadas por Alberte, especialmente el escandaloso enriquecimiento de funcionarios peronistas y la cuestión religiosa que hemos transcripto arriba, Perón se excusa diciendo
...Llegará la época de autocrítica y de las medidas consecuentes pero, si ahora dejamos la lucha o luchamos entre nosotros por pequeñeces o amor propio, estamos destruyendo toda posibilidad de arreglar lo de ahora por proyectar lo que arreglaremos después...
y sin más trámite, pasa de lleno a dedicar el grueso de su correspondencia a criticar con grave severidad al reciente movimiento del heroico general Valle, por que, afirma, no le consta que fuera auténticamente peronista sino, acaso, un desprendimiento de cierto “peronismo sin Perón” que —luego de expresar algo teatralmente su deseo de que hubiese podido ser cierto, pues él desearía terminar ya su vida política— rechaza por inconveniente. Por lo cual, y por no haber él autorizado jamás la “solución golpista”, destierra de un plumazo a Valle, Tanco y los demás héroes de junio de 1956 al limbo político. Tal vez no quiera aún perdonarle —algo rencoroso— la imprudencia de Valle al aceptarle, como integrante de la Junta de Generales, una renuncia “táctica” remitida por Perón en septiembre de 1955 sin la menor intención de irse del Gobierno, y que era para ser utilizada en la negociación con los rebeldes pero no para ser aceptada.
La frase con que el exilado general remata la cuestión del Movimiento de junio de 1956 es tremenda y, aunque parezca algo cruel, no se piense que está exenta de atinada razón práctica, por lo cual, aunque no verse sobre el asunto que tratamos, nos es imposible no transcribirla, por que demuestra de manera inmejorable la trama de su psicología íntima:
Ni golpismo ni componendas políticas. El Pueblo debe defender por sí sus derechos y ganar su libertad, a no (SIC) había demostrado que merece la esclavitud. Yo les he dado una doctrina, una mística, una organización y les he enseñado el camino mediante diez años de felicidad y grandeza, en el marco de lo posible, ellos deben ahora hacer el resto. Si no fueran capaces o no quisieran, no serían dignos de ello y pagarían un caro precio a su cobardía. Yo no puedo aconsejarles otra cosa ni hacer otra cosa porque sería engañarlos, de acuerdo a lo que yo creo y aprecio. No entro en la pequeñez de las formas y deformaciones lógicas en toda acción multitudinaria pero sí, en el fondo de un asunto que es fatal e irremediable.
Hasta aquí, la correspondencia.
Los hechos que de ella se desprenden son categóricos, en cuanto al asunto que nos ocupa: Perón parece haber sido, efectivamente, un títere en manos de la masonería que desencadenó el conflicto con la Iglesia, aprovechando la escurridiza y pragmática personalidad del líder y la oportunidad que brindaban la gran cantidad de masones que incorporó a sus filas el peronismo, especialmente en su segunda versión: 1951—1955, y que fomentaron el encontronazo. La tercera versión —la definitiva, para el ya anciano Perón— no es motivo de esta entrada; pero sin duda debería estudiarse con más detenimiento. Una de las cosas que hizo Perón en el exilio, fue reconciliarse con la Iglesia y solicitar y obtener, el levantamiento de su excomunión, lo que probó su interés en una solución católica, además de su respondabilidad en alguno de los hechos que detonaron el conflicto de 1954 y 1955. No seguiría, pues, mostrándose como el ateo que no era. Y a renglón seguido, desembarazarse rápida y limpiamente de quienes lo aconsejaron, más aún de quienes lo impulsaron, en su conflicto con la Iglesia, ninguno de los cuales estuvo presente en su última gestión.
Y finalmente su muerte: fue la de un devoto hijo de la Iglesia, como nos confirmó el capellán militar que lo asisitó en sus últimas horas. Así que, aunque a Bardini no le caiga bien, hasta se dió el lujo de morirse como un caballero.
3 comentarios:
Excelente artículo.
Pregunta: ¿Después del '55 no siguió "jugando" Perón con la masonería? (pienso en López Rega [cf. libro de Larraquy* donde se detallan los inicios del "Brujo" en la M. esotérica], sus vinculaciones con la Internacional Negra y la Propaganda Due...)
* http://www.clarin.com/suplementos/libros/2006/03/10/l-01419831.htm
Excelente artículo.Dos datos. Me consta que Perón usaba a las personas hasta lo inimaginable.Negociaba con Lanusse como apostol de la paz y "aprobaba todo lo actuado" por los montoneros. En el 55 renunció esperando que los generales le rechazaran la renuncia. Esto no sucedió por la valentía de pocos oficales muy jóvenes. No me sorprendería que haya sido masón, católico lo dudo, no creía en nada ni nadie. Destruyó la Argentina moral.
Me parece que en 1973, Perón siguió coqueteando con la masonería, pero se mantuvo a distancia, por las dudas ...
De hecho, Licio Gelli venía con él en el avión que lo traía de regreso a la Argentina tras 17 años de ausencia física. Pero lo que es cierto es que, a los masones del 53/55, los dejó afuera casi del todo en su tercera vuelta, a los que todavía vivían.
En realidad, elegí el testimonio de Alberte, por que este militar fue uno de los organizadores del ERP 22 de agosto, si no yerran las informaciones que nos proporcionan las usinas zurdas, que en estos capítulos suelen ser veraces. Y en este ramo, se podrían encontrar otras coincidencias masónicas ineresantes.
Es, me parece, un asunto abierto a la investigación, que la ideología impide desarrollar como corresponde.
L. b-C.
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