De Judas a esta parte, a ningún católico de ley le escandalizan los problemas de conducta de los eclesiásticos; ni siquiera, cuando se presentan como verdaderos vicios redhibitorios. Se sabe, por la narración evangélica, que la jerarquía religiosa de su tiempo envió a Jesús al cadalso del Gólgota sin miramientos y a fuerza de pura envidia, mentiras e hipocresía. No nos hacemos demasiadas ilusiones con respecto a la naturaleza humana —caída, claro. Ni en este sacro oficio ni en ningún otro más profano; sólo queda demostrado fehacientemente el sostén divino de la Iglesia, que sobrevive siempre a los pecados de sus miembros.
Nihil novum sub sole; unos mentían, cobraban infames recompensas o inventaban difamaciones contra el Justo, mientras otros se ganaban la santidad llorando amargamente sus negaciones y merecían con tan poco, retener las llaves del Cielo y de la Tierra hasta el fin de los tiempos.
Esto es así y nadie se asusta mucho cuando sucede; más bien, con españolísimo temple, desde estas páginas se ha hecho gala de buen humor y “sana crítica” —como dicen mucho y aplican poco los jueces argentinos— antes que derrochar hipocresía, mal gusto y lágrimas de cocodrilo, que no aprobamos aunque más no sea por buen gusto, antes que por virtud. Que las humanas debilidades resultan ser, a fin de cuentas, debilidades nomás y nosotros, no nada jueces y más débiles que otros.
Con gente amiga ... y cómplice
En el personaje de esta nota (que ningún recuerdo guarda de la belleza gallega de la ciudad epónima) resultan aún más hilarantes por su tormentosa relación con el catolicismo que poco ha abandonara de escandalosa y catastrófica manera, no sin antes arrancarle, Dios sabe cómo o por qué artísticos birlibirloques, nada menos que todo un episcopado, del que hubo de descender, según parece, al compás de los botones de sus recalentadas calzas.
Vamos pues, que por alguna razón no tan oculta los modernistas, aunque no solamente ellos, desean derogar (o desahogar) la castidad sacerdotal; no vaya a ser que el fin del mundo los agarre en falta. Lo cual implica que algo de fe les ha quedado encima, cuando la nada les acecha por debajo.
No; nada de todo esto nos escandaliza demasiado, supuesto que admitamos de antemano pasar por alto el tratamiento verdadermente infame que la prensa ha dado a todo lo vinculado a este sujeto y a este asunto, después de haberle elogiado sin demora ni medida al precalentado candidato a la Presidencia del Paraguay en los días más calientes (es un decir) de la elección que lo catapultó del turismo por los mullidos catres de su diócesis hasta la sede del ejecutivo guaraní.
Sin embargo, hay un problema que sí nos deja perplejos y hasta cierto punto, confundidos.
La Jerarquía no ha dado el mismo tratamiento a este vulgar ejemplar de calentamiento global permanente, que al del aún para nosotros benemérito padre Marcial Maciel Degollado.
El Padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, una de las obras más pujantes de la Iglesia salida de las persecusiones religiosas mexicanas de principios del siglo XX y que sobreviviera con cierta holgura tradicional, o al menos: tomista, a la hecatombe postconciliar, era sobrino de un santo obispo (santo de verdad, canonizado y obispo de Veracruz, y de cuyo asesinato ¡acusaron al P. Maciel!) y del último general en jefe del Ejército cristero, e hijo, además, de una ejemplar mujer cuya causa de beatificación avanza con celeridad.
Ante las persecuciones, mostró siempre grandeza de ánimo, espíritu obediente y confianza en Dios; inclusive, cuando la Sede Apostólica le mandó retirarse sin, siquiera, poder exigir lo que cualquier otro pecador y hasta el peor delincuente puede pedir con todo derecho: un juicio justo.
Nunca protestó, nunca se defendió más de lo que debe hacerlo un caballero —soportarás los males que pudieres, pero solo los que debieres, se aconsejaba al gran Lucanor— y, por encima de todo, nunca sus acusadores presentaron otra cosa que difamaciones, adjetivos groseros y acusaciones a la Santa Madre Igleisa, hechos poco claros, testimonios notoriamente tergiversados y, sobre todo, una absoluta falta de coherencia y de explicaciones concretas entre sus acusaciones y su relación anterior con el acusado.
Ahora, pocos días atrás, aquellas acusaciones de supuesta homosexualidad fundadas en tan sospechosísimas fuentes, en acusadores que ninguna prueba han aportado nunca, se han engrosado con el “reconocimiento” público, expuesto inoportunamente por alguna rara autoridad de su Congregación, de haber sido responsable de la paternidad de un niño en el curso de los años noventa. Es decir, cuando el P. Maciel tendría, por lo bajo, unos 75 años de edad —había nacido en 1920—, lo cual sería una hazaña poco frecuente para cualquier varón, y más aún, con supuestos antecedentes de homosexualidad.
Pbro. Marcial Maciel Degollado
Desde luego y como era previsible, no aparecen las pruebas efectivas y conducentes: ni la madre, ni el hijo, ocultos, según se afirmara con insidiosa cautela, para “salvar la reputación de los inocentes”,como si fuera verdad admitida que la cómplice de este delito sacrílego pudiera proclamar su inocencia de manera incondicional, y a expensas que deste modo se mancillase, por contradistinción, la memoria de un sacerdote difunto, que ya no se puede defender. Mucho menos clara resulta, todavía, la razón por la cual se da al conocimiento público recién ahora esta supuesta noticia.
La manera abiertamente canallesca con que se ha tratado el capítulo Maciel nos persuade de, al menos, la culpabilidad de sus acusadores del delito de felonía; lo cual no es poca cosa cuando no se dispone de la prueba concluyente de la culpabilidad de un acusado que carece hasta de defensor de oficio. Y cuyo principal pecado, es no poder defenderse.
El caso del P. Maciel ha sido tratado con verdadera devoción masónica por todos los medios de difusión de la tierra; y la memoria de su persona, nunca se ha beneficiado del ramplón humor (efectivamente benéfico) que muestran los bien nacidos hacia las debilidades de los mayores. Al contrario, la solemnidad se le ha agregado al tratamiento del caso como si fuera congenial a la gravedad de las acusaciones contra tan ilustre fundador pese a su manifiesta falta de fundamento, y sin que hasta hoy partiera de ningún quijote conocido o algún deudo (los que le son deudores, estrictamente), defensa ni ensayo de tal ninguna.
No pasaremos sin protestar —no tanto su inocencia, que constándonos tan poco como su culpabilidad, hacia ella nos inclinamos primeramente por natural predisposición al bien— sino la unánime hipocresía del ostracismo moral decretado contra él por las usinas de mentiras habituales y a las cuales, pese a su condición de tales, nadie ha dudado en concederles crédito y, aún, secreto beneplácito, como si se tratase de sacarse definivamente de encima un pesado y molesto fardo. Nosotros, como se narrara del santo Apóstol Tomás el pasado Domingo en las lecturas del Rito romano ordinario —que por causa de nuestros pecados estamos quasi obligados a presenciar estos días por razones ajenas a nuestra voluntad—, sólo creeremos cuando veamos; declarando desde ahora que poco nos importa su inocencia o su culpabilidad en los casos en que lo señalan. Después de todo, son cosas humanas y no de Fe. Hablando de lo cual, llama también la atención la insistencia de los “mass media” en el hipotético carácter definitivo e inapelable de la condena al finado sacerdote, sin que, en verdad, ninguna autoridad eclesiástica haya dicho jamás palabra condenatoria alguna.
Y es que resulta más fácil creer que alguien Santísimo haya resucitado, que aceptar que alguien de tan buena madera haya sido un canalla. La historia, la Iglesia y la Divina Providencia dirán la palabra definitiva.
Mientras tanto ¡hála, charlatanes!