jueves, 30 de abril de 2009

¡Visión ...!

Para los cada vez más numerosos cultores de lo oculto, existe el impenetrable misterio de las sueños. Acaso Napoleón haya sido el hombre connotado de fama que tal vez con más ahinco, se dedicó al intento de descifrar esta extraña porción de la realidad humana que, sea realidad ella misma o mera fantasía, no deja de ocupar y preocupar mentes brillantes y hasta Libros Sagrados; en los cuales, ora se prohibe terminantemente su interpretación, ora se alaba al prudente intérprete de los sueños ajenos, habitualmente acudidos en regias cámaras. Como si Dios diera a los reyes algo que prohibe expresamente a los restantes mortales, y que a osadas y con notable evidencia y encarnizamiento, niega a los presidentes y otras variantes menores de jefes y jefezuelos de Estado

Se vamo' por la' rama', se vamo'.

Como siempre; las introducciones son dificultosas y ocurre, además, que el mundo onírico ofrece la más espectacular y formidable pesquisa que pensarse pudiera —más atractiva que el fondo del mar, más emocionante que el vacuo espacio interplanetario, más alucinante que la mente de un economista, más vertiginoso que el vacío de una homilía dominical— con insospechadas posibilidades de ... ¡Basta!

La materia de los sueños es tan inabarcable como el humano magín. Santo Tomás el doblemente grande, afirmaba que las posibilidades del intelecto humano eran ... infinitas. Si admitimos cierta razón de proporcionalidad entre la potencia del intelecto y los sueños —no con relación de necesidad por cierto, sino de ejemplaridad, puesto que muchos autores importantes hacen reposar el fenómeno onírico en la estimativa o su correspondiente humana, la cogitativa; y ésta, es una facultad del hombre quasi animal, o si se pefiere, el punto más elevado de la vida animal en el hombre— si admitimos esta proporcionalidad, decíamos antes del extenso aparte, las posibilidades de lo soñado serían, así, correlativas.

A pesar de lo cual, nuestra pobre opinión de la naturaleza humana, casi pesimista, diríamos y si esta palabreja cupiese entera en nuestro lenguaje, nos haría desesperar de que todos los hombres fuésemos capaces de soñar a lo grande, este pobre tecleante incluído en primerísimo término; a lo sumo, las posibilidades se agotarían en esa rotunda memez telerrepulsiva llamada “Bailando por un sueño”, lo que constituiría algo así como el cenit del potencial onírico del viandante común.

Pero ... ¡Falso lo nuestro! y la demostración contraria, para penuria de nuestra inocultable y escandalosa soberbia, ha venido de la mano de, nada menos, el famoso palimpsesto de las verdades modernas. Youtube.

Y así, de manera tan presencial como la pantalla de esta modesta computadora que nos asiste en nuestros desvaríos, tuvimos esta tremanda visión, completamente onírica.

Vimos varios obispos argentinos revestidos del hábito talar, con botones y faja morados y pectoral bien puesto, ordenadamente sentados y sin decir nada, mientras reciben instrucciones de Su Santidad el Papa Benedicto XVI.

Aquí los tenéis, ¡incrédulos!.

(No todos los días uno puede exhibir lo que soñó. Ni soñar lo que vió.)

martes, 21 de abril de 2009

Lugo

De Judas a esta parte, a ningún católico de ley le escandalizan los problemas de conducta de los eclesiásticos; ni siquiera, cuando se presentan como verdaderos vicios redhibitorios. Se sabe, por la narración evangélica, que la jerarquía religiosa de su tiempo envió a Jesús al cadalso del Gólgota sin miramientos y a fuerza de pura envidia, mentiras e hipocresía. No nos hacemos demasiadas ilusiones con respecto a la naturaleza humana —caída, claro. Ni en este sacro oficio ni en ningún otro más profano; sólo queda demostrado fehacientemente el sostén divino de la Iglesia, que sobrevive siempre a los pecados de sus miembros.

Nihil novum sub sole; unos mentían, cobraban infames recompensas o inventaban difamaciones contra el Justo, mientras otros se ganaban la santidad llorando amargamente sus negaciones y merecían con tan poco, retener las llaves del Cielo y de la Tierra hasta el fin de los tiempos.

Esto es así y nadie se asusta mucho cuando sucede; más bien, con españolísimo temple, desde estas páginas se ha hecho gala de buen humor y “sana crítica” —como dicen mucho y aplican poco los jueces argentinos— antes que derrochar hipocresía, mal gusto y lágrimas de cocodrilo, que no aprobamos aunque más no sea por buen gusto, antes que por virtud. Que las humanas debilidades resultan ser, a fin de cuentas, debilidades nomás y nosotros, no nada jueces y más débiles que otros.

Con gente amiga ... y cómplice

En el personaje de esta nota (que ningún recuerdo guarda de la belleza gallega de la ciudad epónima) resultan aún más hilarantes por su tormentosa relación con el catolicismo que poco ha abandonara de escandalosa y catastrófica manera, no sin antes arrancarle, Dios sabe cómo o por qué artísticos birlibirloques, nada menos que todo un episcopado, del que hubo de descender, según parece, al compás de los botones de sus recalentadas calzas.

Vamos pues, que por alguna razón no tan oculta los modernistas, aunque no solamente ellos, desean derogar (o desahogar) la castidad sacerdotal; no vaya a ser que el fin del mundo los agarre en falta. Lo cual implica que algo de fe les ha quedado encima, cuando la nada les acecha por debajo.

No; nada de todo esto nos escandaliza demasiado, supuesto que admitamos de antemano pasar por alto el tratamiento verdadermente infame que la prensa ha dado a todo lo vinculado a este sujeto y a este asunto, después de haberle elogiado sin demora ni medida al precalentado candidato a la Presidencia del Paraguay en los días más calientes (es un decir) de la elección que lo catapultó del turismo por los mullidos catres de su diócesis hasta la sede del ejecutivo guaraní.

Sin embargo, hay un problema que sí nos deja perplejos y hasta cierto punto, confundidos.

La Jerarquía no ha dado el mismo tratamiento a este vulgar ejemplar de calentamiento global permanente, que al del aún para nosotros benemérito padre Marcial Maciel Degollado.

El Padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, una de las obras más pujantes de la Iglesia salida de las persecusiones religiosas mexicanas de principios del siglo XX y que sobreviviera con cierta holgura tradicional, o al menos: tomista, a la hecatombe postconciliar, era sobrino de un santo obispo (santo de verdad, canonizado y obispo de Veracruz, y de cuyo asesinato ¡acusaron al P. Maciel!) y del último general en jefe del Ejército cristero, e hijo, además, de una ejemplar mujer cuya causa de beatificación avanza con celeridad.

Ante las persecuciones, mostró siempre grandeza de ánimo, espíritu obediente y confianza en Dios; inclusive, cuando la Sede Apostólica le mandó retirarse sin, siquiera, poder exigir lo que cualquier otro pecador y hasta el peor delincuente puede pedir con todo derecho: un juicio justo.

Nunca protestó, nunca se defendió más de lo que debe hacerlo un caballero —soportarás los males que pudieres, pero solo los que debieres, se aconsejaba al gran Lucanor— y, por encima de todo, nunca sus acusadores presentaron otra cosa que difamaciones, adjetivos groseros y acusaciones a la Santa Madre Igleisa, hechos poco claros, testimonios notoriamente tergiversados y, sobre todo, una absoluta falta de coherencia y de explicaciones concretas entre sus acusaciones y su relación anterior con el acusado.

Ahora, pocos días atrás, aquellas acusaciones de supuesta homosexualidad fundadas en tan sospechosísimas fuentes, en acusadores que ninguna prueba han aportado nunca, se han engrosado con el “reconocimiento” público, expuesto inoportunamente por alguna rara autoridad de su Congregación, de haber sido responsable de la paternidad de un niño en el curso de los años noventa. Es decir, cuando el P. Maciel tendría, por lo bajo, unos 75 años de edad —había nacido en 1920—, lo cual sería una hazaña poco frecuente para cualquier varón, y más aún, con supuestos antecedentes de homosexualidad.

Pbro. Marcial Maciel Degollado

Desde luego y como era previsible, no aparecen las pruebas efectivas y conducentes: ni la madre, ni el hijo, ocultos, según se afirmara con insidiosa cautela, para “salvar la reputación de los inocentes”,como si fuera verdad admitida que la cómplice de este delito sacrílego pudiera proclamar su inocencia de manera incondicional, y a expensas que deste modo se mancillase, por contradistinción, la memoria de un sacerdote difunto, que ya no se puede defender. Mucho menos clara resulta, todavía, la razón por la cual se da al conocimiento público recién ahora esta supuesta noticia.

La manera abiertamente canallesca con que se ha tratado el capítulo Maciel nos persuade de, al menos, la culpabilidad de sus acusadores del delito de felonía; lo cual no es poca cosa cuando no se dispone de la prueba concluyente de la culpabilidad de un acusado que carece hasta de defensor de oficio. Y cuyo principal pecado, es no poder defenderse.

El caso del P. Maciel ha sido tratado con verdadera devoción masónica por todos los medios de difusión de la tierra; y la memoria de su persona, nunca se ha beneficiado del ramplón humor (efectivamente benéfico) que muestran los bien nacidos hacia las debilidades de los mayores. Al contrario, la solemnidad se le ha agregado al tratamiento del caso como si fuera congenial a la gravedad de las acusaciones contra tan ilustre fundador pese a su manifiesta falta de fundamento, y sin que hasta hoy partiera de ningún quijote conocido o algún deudo (los que le son deudores, estrictamente), defensa ni ensayo de tal ninguna.

No pasaremos sin protestar —no tanto su inocencia, que constándonos tan poco como su culpabilidad, hacia ella nos inclinamos primeramente por natural predisposición al bien— sino la unánime hipocresía del ostracismo moral decretado contra él por las usinas de mentiras habituales y a las cuales, pese a su condición de tales, nadie ha dudado en concederles crédito y, aún, secreto beneplácito, como si se tratase de sacarse definivamente de encima un pesado y molesto fardo. Nosotros, como se narrara del santo Apóstol Tomás el pasado Domingo en las lecturas del Rito romano ordinario —que por causa de nuestros pecados estamos quasi obligados a presenciar estos días por razones ajenas a nuestra voluntad—, sólo creeremos cuando veamos; declarando desde ahora que poco nos importa su inocencia o su culpabilidad en los casos en que lo señalan. Después de todo, son cosas humanas y no de Fe. Hablando de lo cual, llama también la atención la insistencia de los “mass media” en el hipotético carácter definitivo e inapelable de la condena al finado sacerdote, sin que, en verdad, ninguna autoridad eclesiástica haya dicho jamás palabra condenatoria alguna.

Y es que resulta más fácil creer que alguien Santísimo haya resucitado, que aceptar que alguien de tan buena madera haya sido un canalla. La historia, la Iglesia y la Divina Providencia dirán la palabra definitiva.

Mientras tanto ¡hála, charlatanes!