H mos leído el libro de Vittorio Messori “Padeció bajo Poncio Pilato”, aprovechando el tiempo remanente que nos ha acordado nuestra presente condición de presidiarios sin condena ni prisión preventiva judicial. Una idea clara y explícita en el libro y sobre la cual no abundan muchos pensadores modernos, es la de la Paternidad divina referida a cada uno de nosotros en particular e incuestionablemente inaugurada por Cristo, el Hijo de Dios Encarnado, en el Nuevo Testamento; porque en el judaísmo, Dios es ciertamente llamado Padre por las Sagradas Escrituras, pero refiriendo siempre a una paternidad colectiva, es decir, como padre del pueblo elegido y, en forma tal que, mediante adjetivos, Dios aparezca como un Padre distante y todopoderoso, justo hasta lo vengativo. Anota el escritor que la referencia a Dios como “Padre” en el Antiguo Testamento no supera las 14 veces y, siempre, presentado como lejano, remoto e inalcanzable. En cambio, en el Nuevo Testamento, en Cristo es el Padre de cada uno de nosotros, e inclusive es llamado Abbá por Jesús, o sea Papito, Quien anima a los Apóstoles y a sus seguidores a tener a Dios como Padre de cada cual, diferenciando esa paternidad colectiva referida a un pueblo, la que queda actualizada, en Su Persona, como una efectiva Paternidad individual, no ya puramente del común. Así, la mención de Dios como Padre próximo y cercano, en los Evangelios llega casi a las 200 citas; y si bien el término hebreo Abbá se usa una sola vez, se repite no obstante en San Pablo y se utiliza en su forma griega en los demás Evangelios, pero respetándose siempre ese significado cariñoso e infantil inaugurado y enseñado por Jesús. San Pablo lo dice claramente: “A Dios lo llamamos Abbá, Padre”.
Esta novedad del trato a Dios Padre y de Dios Padre, inaugurada en los Evangelios, es clara consecuencia de la Encarnación del Hijo de Dios, verdad teológica aceptada sencilla pero profundamente por los Padres de la Iglesia —misterio de filiación que se perpetúa en los Sacramentos— y perdida de vista cada vez más velozmente por el modernismo, quedando de hecho suprimida.
Dedica además algún espacio al juicio o asamblea que condenó al Señor, ilegítima, ilegal y hasta perjudicial para la tradición judía, pero sin otorgale la profundidad que acuerdan a su ensayo los hermanos Agustín y Joseph Lémann en “La Asamblea que condenó a Jesucristo”, obra que recomendamos en grado sumo y se puede encontrar en castellano editada por Criterio Libros y que, en Buenos Aires, se consigue en el Club del libro Cívico de Claudio Díaz.
Messori arremete contra el destructivo método “histórico crítico” tipo bultmanniano (lo cual es muy de agradecer), que so pretexto y a fueza de positivismo, cientificismo y racionalismo tanto ha dañado la fe y, ciertamente, lo hace desde una perspectiva muy, pero muy bien documentada. Aunque recurre con demasiada frecuencia a menciones más bien modernas (o modernistas) que no surgen ni siquiera implícitamente del contexto de la Revelación —las Escrituras o la Tradición— como las recurrentes citas al “colegio apostólico”, que es una noción tan moderna como su raíz protestante y democrática; aceptada inclusive de hecho y practicada por las Iglesias orientales cismáticas, en los denominados sínodos nacionales “autocéfalos”, pero sin que se le vea por ningún lado relación alguna con los textos sagrados ni con la tradición apostólica y católica. Que se lo mencione en el Concilio Vaticano II no supone ni permite aceptar que tenga lugar de tradición católica. La bolilla negra se la lleva la aceptación acrítica de una presunta distinción entre “las religiones” —en plural en el libro— judía y cristiana porqué, por más que se aceptase (y no sin reservas) que el cristianismo ha tenido lugar en un contexto religioso y cultural judío, está demostrado por el P. Julio Meinvielle que la religión judía nunca existió ni existe como tal autónomamente, sino que —cuanto religión— se trata en puridad de un cristianismo preliminar truncado por los errores y miopía de los jerarcas judíos del tiempo de Jesús, que no vieron que en Él se hacían presentes cumplidamente todos los signos proféticos. Porque los judíos eran depositarios de la Promesa divina sobre la venida del Redentor, que inicialmente aceptaron; la Promesa del Cristo, hecha en primer término a Adán en las puertas del Paraíso y, más tarde, renovada a Abrahám; por lo tanto, han sido “cristianos in fieri”, desde que el Señor los apartara para Sí como pueblo elegido y los hiciera depositarios de sus promesas, cerrando con ellos una Alianza, la Antigua, mas incompletos hasta la Primera Venida del Ungido y fuera de ella, a causa de su rechazo al Mesías; pero cristianos, no solamente judíos, porque no existe una religión judía por sí sola, sino una única Religión Mesiánica prometida a Adán por Dios e instalada por Él mismo en el seno del pueblo hebreo, que como queda dicho, que lo apartó para Sí a fin de que de su simiente naciera el Redentor. Así pues, no existe propiamente hablando una “religión judía”, sino una única religión cristiana, una Religión de la Promesa, la del Mesías, del Ungido, que está completa recién con Su Primera Venida, o incompleta, o mejor dicho: truncada, en la estéril espera posterior de los judíos. La incompleta o trunca es la parte judía o que podríamos llamar “período judío del cristianismo”, el cual equivocadamente todavía espera la Primera Venida del Mesías y lucha denodadamente contra el catolicismo precisamente por esta causa; y la parte completa, es la que aceptó la venida del Mesías y su Salvación, su Iglesia, Su Cuerpo Místico, con la doctrina cristiana y sus Sacramentos y la que en consecuencia aguarda la Segunda Venida del Señor, que es impensable sin su Primera Venida, sin la Encarnación del Verbo de Dios que lo hace posible. Cuanto menos religión cristiana completa hay, es decir, cuanto menos Cristo haya o cuanto más sea rechazado, más Anticristo hay y más cercano está su advenimiento. Por eso el triunfo religioso del judaísmo, es decir la proliferación de la noción de “pueblo elegido judío”, sin Redentor a la vista y cuyo Padre colectivo es el Dios creador, no solamente rechaza la Paternidad Divina auténtica inaugurada por y en Jesús, el Mesías, sino que acerca la aparición del Anticristo. Es por esto que, después de 2.000 años sin profetas, sin milagros, sin jueces, sin tierra prometida, algunos judíos han abandonado la religión de sus padres, la de la Promesa, y han optado en su desazón por adoptar un error teológico venenoso, cual es afirmar que ellos, en tanto pueblo judío, son aquel mismo Mesías prometido, autoconstituyéndose en pueblo mesiánico por sí mismo, de manera que ya no se debe espera la llegada de otro Mesías personal, Salvador, Redentor. Otras ramas del judaísmo siguen heroicamente con su paciente espera del Mesías y, finalmente, unos pocos han aceptado que Jesús de Nazareth era el Mesías prometido, pero a falta de profetas verdaderos, no hanse atrevido a cruzar el Mar Rojo hacia la Iglesia, que es el Cuerpo Místico del Redentor, tal como había profetizado San Pablo (2 Corintios 3,14 “Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece”). Sobre esto hay una excelente intuición de Carlos Disandro en la introducción a su “Santa Hildegarda y su visión del Anticristo”; este autor, tan poco ecuánime en cuestiones teológicas, sin ninguna duda tuvo algunas intuiciones geniales y esta, es una de ellas.
«En estos tiempos apocalípticos, cuyos signos son releídos por innumerables corrientes culturales, según hermenéuticas a veces contrapuestas, distingo tres grandes orientaciones provisorias, dignas de mayor profundización, que aquí no cuadra.
1) La que podríamos llamar posición clásica en la Iglesia y en la cristiandad, cuyo ejemplo típico encontramos en el texto de Santa Hildegarde y que en síntesis se expresaría así: el fundamento de toda la creatura, de toda la historia, de toda la revelación, de toda la beatitud, originaria, incoativa o culminante, es la primera venida de Cristo, lo que nosotros llamamos de modo comprensivo el mysterio de la Encarnación. En esa primera venida se cumplen ya todos los requisitos y contenidos de la consumación, y es precisamente el debilitamiento de esta experiencia lo que acelera el advenimiento del Anticristo y por ende la segunda venida del Señor. En otras palabras, la escatología está realizada, es preciso convivirla en la historia, cuyo despliegue es en cierto modo cumplimiento temporal de esa realización...»
En su justiciero afán por desmontar la fábula modernista (especialmente la de Alfred Loisy) sobre los Evangelios tomados como una simulación, como un fraude creado para demostrar que en Jesús se cumplían todas las profecías, esto es, la tesis que sostiene que se inventaron los hechos evangélicos para hacerlos encajar con la profecía, Messori intenta demostrar lo contrario, vale decir, que en Jesús no se cumplirían perfectamente todas las profecías, lo cual contradice expresamente la S. Escritura: «era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (Lucas 24: 44). Creemos que no llega a comprender que, en realidad, esta herejía no hace sino rendir involuntaria pero justiciera y cumplidamente los honores correspondientes a un hecho que es innegable: en Cristo, efectivamente, se cumplieron todas las profecías, que los judíos se negaron a acreditar y ver y por eso extraviaron su camino y el del pueblo que les seguía, hasta que Dios quiera abrirles los ojos. Anteponiendo las doctrinas de los “doctores” al texto de las Escrituras pura y simple, los judíos no pudieron ver los signos proféticos que se cumplían en Cristo; aunque Santo Tomás afirma que los doctores sí comprendieron el cumplimiento de las profecías, y de allí la gravedad de su pecado. Y por eso los falsos doctores del Modernismo no tuvieron otra alternativa que, no pudiendo suprimir las fuentes de la Revelación, intentar envenenarlas con invenciones y “ciencia” falsaria. En tiempos del Señor, era preciso suprimir un abuso, no la Escritura y su acabado perfeccionamiento en la Encarnación del Verbo de Dios. Hoy, impedidos de suprimir la Escritura, intentan quitarle su vigor sagrado.
Pero en general, debe aceptarse este libro como una importante y hasta determinante contribución al estudio ortodoxo de los Evangelios y aunque se echen en falta, junto a algunas máculas como las que hemos señalado arriba, un remato parusíaco que aparece fatalmente a las puertas de nuestros días. ¿Qué se puede esperar de este mundo donde el Tiempo de la Paciencia Divina inaugurado por el Señor en la Cruz, dé paso al tiempo de la Segunda Venida...?
Madeleine Chasles, en su librito “El que vuelve”, felizmente reeditado entre nosotros por Vórtice, afirma que Cristo tras Su Resurrección, vivió cuarenta días con los suyos, hasta la Ascensión. Enfrenta este hecho a aquellos que se oponen a la idea que los que han sido transformados por el arrebato, pudieran acaso convivir con los viadores en un mundo transformado donde, muchos, serán beneficiados por este nuevo estado mientras la restante humanidad vivirá de manera semejante a la anterior —que es la presente— aunque sin la constante mortificación del pecado, sin su aguijón diría San Pablo, o bien muy reducida o hasta suprimida, consecuencia de lo cual es la desaparición de la tristeza y el presentimiento pesimista de la muerte, pues habrá sido vencida como anticipa el Apóstol.
¿Y los judíos?
Pues deberán convertirse; al menos, los sinceramente apegados a la tradición mosaica deberán hacerlo al manifestárseles el Señor en su Segunda Venida o, inclusive, antes de eso gracias a algún portento del estilo de los profetizados en Garabandal por Nuestra Señora, como el Aviso o el Milagro. Algunos no creen en esta aparición de la Ssma. Virgen. Los judíos tampoco lo creen. Nosotros simplemente lo vemos como algo lógico y necesario y perfectamente en línea con el plan de Dios de hacer todo, pero absolutamente todo lo que sea preciso para la salvación de las almas más recalcitrantes.
Como las nuestras.