El Papa Benedicto XVI ha expresado en una Audiencia especial celebrada en la mañana del día jueves 6, con los capellanes de Prisiones, que ese ministerio “requiere mucha paciencia y perseverancia. A menudo hay decepciones y frustraciones. (...) Este ministerio, animará a otros en el ámbito de las comunidades cristianas locales a unirse a vosotros para realizar estas obras de misericordia corporales, de modo que se enriquezca la vida eclesial de la diócesis. Asimismo, atraerá a quienes servís al corazón de la Iglesia universal, especialmente por medio de su participación regular en la celebración de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.
Benedicto XVI subrayó que las instituciones judiciales y penales “deben contribuir a la rehabilitación de los transgresores, facilitándoles su paso de la desesperación a la esperanza y de la inestabilidad a la fiabilidad. Cuando las condiciones en la cárceles obstaculizan el proceso de recuperación de la autoestima y la aceptación de los deberes relacionados con ella, esas instituciones dejan de cumplir uno de sus objetivos esenciales”. “Las autoridades públicas —terminó— deben estar atentas en este ámbito, evitando todos los medios de castigo o corrección que socaven o degraden la dignidad humana de los prisioneros”. En este sentido, reiteró que la prohibición de la tortura “no puede ser infringida en ninguna circunstancia”.
Hasta aquí, la noticia proveniente de Roma. Sólo se podría agregar que la tortura, como medio de inquisición judicial mas también como pena, siempre fue rechazada, prohibida o desaconsejada por la Iglesia, como puede verse en San Agustín y en algunas definiciones dogmáticas de probada y venerable antigüedad:
El magisterio auténtico de la Iglesia quedó establecido por la respuesta al rey de los Búlgaros sobre cuestiones de la Fe Católica, conocida como Ad consulta vestra, dada como rescripto por el Papa Nicolás I en el año 866, donde se rechaza la tortura como una impiedad “quam rem NEC DIVINA LEX nec humana lex prorsus admittit”; y respecto de los torturadores “ad quem, rogo, tantæ impietatis magnitudo revolvitur nisi ad eum”; ese texto, y la sentencia de San Pablo en Hbr. 6,16, son la razón por la cual en los procesos solamente debe aceptarse el testimonio juramentado del reo.
La Argentina es uno de los pocos países de la tierra que contiene en su Constitución política, una regla jurídica dedicada a tutelar a los presos con el propósito evidente de librarlos de los habituales tormentos a cargo de los carceleros, o los otros presos, y que son suplemento infaltable que acompaña a la pena de privación de la libertad ambulatoria en la prisión. Pero, para desconsuelo de los beneficiarios y con sospechosa unanimidad de consecuencias prácticas, la Constitución política ha sido tachada de “liberal” en este capítulo, como también en otros más de menor incidencia en este punto, por un sector que nunca se informó demasiado bien sobre qué cosa es el liberalismo y que cree reconocerlo, inclusive, tras culquier rasgo de mera cordialidad —dejando entrever así y además, el modesto alcance de su bautismo—; así como también calificada de “oligárquica” por las habituales comadrejas del resentimiento zurdo, pero sin que ninguno de estos dos sectores, crónica, profesional y calculadamente críticos, haya logrado jamás alcanzar, en su desempeño público, esa mínina exigencia de credibilidad y buena fe que es la estricta observancia de lo mismo que critican, antes de echarse a correr furiosamente contra la muda ley que los acusa, prefiriendo ampararse tras una actitud hipócrita y estéril, que por esta causa ha olido siempre, terrible e ineludiblemente, a “excusa no pedida”.
En la dicha Constitución, se lee esto: “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes. Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Por desgracia, eso es por ahora y con sus más y sus menos, pura fantasía jurídica, por que nuestras cárceles militan entre las peores de la tierra; por supuesto, con los matices y variaciones características de cada pago. ¿No lo creéis? Veamos: (no teman, lectores impresionables, que no “haremos” detalles ...) cuál es la situación de las cárceles en la Argentina, bajo el gobierno “constitucional” del actual conventículo usurpador (¡y torturador!): más de 700 muertos entre los detenidos en cárceles o comisarías, en lo que va del actual régimen, y que son producto de incontables torturas, abandonos de persona y, según algunos, sistemáticas “eliminaciones programadas” de presos indeseables.
Algunos ejemplos: más de 30 muertos en la cárcel federal de Mendoza, en el término de un solo año y pico (2004/2005), como consta aquí y también aquí, habiendo sido preciso que tomara cartas en el asunto la Corte Interamericana de Derechos Humanos; 33 muertos en una sola jornada en la cárcel de Magdalena, Provincia de Buenos Aires, como se informa aquí, con el agravante que el hipócrita gobernador local —nada casualmente defensor del aborto y la eutanasia, y el antinatalismo generalizado que propugnan los grandes emporios internacionales— haya admitido públicamente su responsabilidad personal y la de su gobierno, sin que ninguna consecuencia recayese sobre él. Por tal motivo, en ciertos sectores existe la impresión de hallarse en presencia de una política oculta de sistemático exterminio de presuntos delincuentes, para lo cual vease aquí; y todo ello, inmerso en una marea de crueldad de la cual son principales responsables, los propios agentes del “Estado”, sea por la comisión personal de los hechos nocivos, o por la omisión de impedirlos, o por la indiferencia más absoluta en, al menos, detener sus efectos más lacerantes. Y todo esto, com venimos diciendo, en cumplimiento de una aparente planificación global, como se demuestra en el zurdísimo Página12; a tal extremo que, en este renglón, el papelucho en cuestión ha debido apartarse de su sostenida, pública e injustificable defensa de las cosas malas de un Gobierno insostenible como el actual.
San Pablo visita a San Pedro
en la cárcel
Una justa crítica que acaso merezcamos en el catolicismo más que en otros sectores, por las obligaciones impuestas por Cristo mismo, es haber abandonado, especialmente en manos de la izquierda, muchas banderas mal llamadas “humanitarias” que, como éstas y otras que no vienen a cuento, nos pertenecían por derecho propio —y derechos de autor, nada menos— por ser la consecuencia vital de la puesta en ejecución de mandatos evangélicos expresos; y cuya comprehensión moderna, no es otra cosa que un pálido reflejo de las preocupaciones de los Padres apostólicos ante los abusos de los paganos, antes bien que, como piensan algunos, espontáneas y bienvenidas evoluciones laicas de la decencia y moralidad jurídicas. Este abandono ha sido el resultado de algunas culpas precedentes, insuficientemente lavadas, como la de permutar las exigencias evangélicas por causa de ideologías políticas, o como la de consentirse cierta identificación ocasional y táctica con un liberalismo mendaz, ante la amenaza comunista; o la correlativa y pendular pretensión de justificar o excusar a la izquierda por causa de los excesos, hipotéticos o reales, cometidos por los anticomunistas no católicos, y que han sido la conciencia ficta tan patente en infinidad de círculos católicos hispano-americanos.
Pero es de saberse que, como advirtiera Nuestro Señor, desto de intentar servir a dos señores se sigue a la fuerza el venir a ser esclavo de alguno dellos (generalmente el peor) despreciando al otro (generalmente el mejor); lo que en este caso, supone rendir redonda pleitesía al más cumplido fariseísmo, contentándose con separar al delincuente de la sociedad, para entregarlo a manos de los verdugos para que hagan con él, más o menos, lo que quieran.
Por que, veamos: la pena justa debe cumplirse y es, en efecto, un deber moral para el condenado conformarse a ella con paciencia y resignación (conf. S. Th, II, IIæ, q. 69, art. 3), a fin de satisfacer la justicia conculcada por él, y obtener el perdón divino proporcionado a la falta; pero la pena se vuelve injusta cuando se la agrava con las sevicias de los carceleros o de los otros presos violándose, con ello, las leyes en cuya misma virtud se le impusiera al reo (y que supuestamente, tranquilizan las conciencias públicas y privadas); y en tal caso de injusticia, al reo le es legítimo evadirla, como dice el Aquinate en el artículo siguiente al citado arriba: “Segundo... es condenado injustamente. Entonces tal juicio (injusto), es semejante a la violencia inferida por los ladrones, como está escrito en Ez 22,27: «Sus príncipes están en medio de ella como lobas que desgarran la presa para derramar sangre». Y por eso, así como es lícito resistir a los ladrones, así también es lícito resistir, en tales circunstancias, a los príncipes malos, a no ser acaso por evitar el escándalo, cuando se tema por esto alguna grave perturbación”. Pero como el asunto no rinde votos contantes y sonantes, no es gancho electoral, no figura en las agendas políticas ni le importa a nadie; más bien a la inversa, se incentiva el rencor popular contra los delincuentes a fin de justificarse el deplorable estado de las cárceles, despedazando así el delicadísimo edificio construido desde la proporcionalidad recíproca e interna de las penas, y destinado a prevenir las conductas indeseables. Que deste modo, se multiplican a ojos vista, en lugar de disminuir. Hechos que producen, además, por su extrema e ilegal rigurosidad, un divorcio tal entre el acto supuestamente justo extrínseco o real de la aplicación de la pena, y la necesaria consiguiente aceptación resignada de la pena justa merecida por parte del reo, absolutamente necesaria para completarla como un acto virtuoso.
—¡A la sociedad le importa un comino la virtud!— Es cierto, y así estamos: sin virtud y sin solución al problema creciente de la “inseguridad”, eufemismo tilingo por simple, creciente y pedestre delincuencia, producto de la inclinación social por los pecados más graves.
—Y bueno, dicen algunos ¡él se lo buscó ...!
Pues el caso es que no, no se lo buscó, porque si Dios ha delegado en la autoridad pública la fijación y aplicación de la pena justa, consistiendo ésta en la retribución de una determinada tarifa, la justicia queda satisfecha pagándose o cumpliéndose con aquella, ni más ni menos. Lo excedente, deberá cargarse a cuenta de la sociedad como pecado grave contra la justicia, y es por lo tanto un mal social no solamente privado de quien lo ejecuta; en cambio, lo faltante a la pena, y si faltare, es de la cuenta particular del delincuente, como Purgatorio pendiente en el mejor de los casos, pero la sociedad ha cumplido con él su carga y su misión. Si el mal se mide, también y además de la objetividad de la falta, por el bien moral afectado y por la persona del transgresor y del ofendido, sin duda es peor la falta que comete la sociedad contra el reo, agravándole una pena de por sí dolorosa, que la que se debe soportar por una pena insuficientemente satisfecha, por que hace odiosa en grado sumo la autoridad y la pone en entredicho con su fin mismo, que es la paz social por medio de la justicia. Por lo tanto, el mal que se sigue de esta torpe política es múltiple y amenaza la vida eterna de acusadores —que pecan mortalmente al buscar una pena que podría convertirse en una injusticia de la cual no es lícito desentenderse—, los jueces —que aplican una pena que saben resulta ser, en los hechos, muchísimo más grave que la que ellos imponen y de cuyo agravamiento son personalmente responsables—, los carceleros —que realizan actos calificados por San Nicolás I papa como degradantes— y los condenados —que, como dice el Papa felizmente reinante, caen deste modo bajo el dominio de la desesperación. Así pues, aquel fácil “se lo buscó”, viene a ser una abdicación de la Verdad y un pecado con pluralidad de partes contra la Justicia y acaso contra la Caridad, que es decir tanto como que se trata de una renuncia a Dios, que es la Verdad y manda buscar Su Justicia como medio de amarle a Él.
Y eso, sin contar la insaciable cadena de corrupción intermedia que se genera, y que se alimenta, como las hienas ¡y en qué medida! de la desgracia ajena —y de los 1.390 dólares por mes que eroga el estado argentino para mantener a cada preso. Así tal cual como lo leyó.
Esta situación es, pues, un paso más en el hondo precipicio de sucia hiprocesía al cual se ha lanzado la sociedad moderna, titular irremediable de una esquizofrenia moral de tal alcance que, por un lado muy aparente, y como cumplimiento preceptivo de la regla que manda al vicio homenajear a la virtud, parece estar batallando en favor de los “derechos humanos”, a expensas de muchos millones de pesos del presupuesto público consumidos en cargos, carguitos y carguetes, repartidos entre amigos y fementidos defensores de tales principios, o armando circos judiciales para consumo popular, mientras se permite o se lleva adelante, de simultáneo y bajo las mismas narices y a la vista de todos, horrendos sepulcros para vivientes —“chiqueros humanos”, calificó a la cárcel local el presidente de la Corte de Justicia de Mendoza— en los cuales campea la regla de la humillación, el robo, el tormento, el terror, la muerte y, finalmente, la desesperanza que, como dice Su Santidad, es el peor de los males para un hombre cuyo fin es la visión beatífica. No es extraño, así, que estos hipócritas, los mismos que hablan de derechos humanos, son tanto responsables de estas cárceles como de las programadas leyes antinatalistas, del aborto y eutanasia y homicidios en masa, que amenzan a nuestras indefensas sociedades.
La crueldad, que según los moralistas más encumbrados acompaña generalmente a la lujuria, es sinónimo de desvío, de satanización ... y de enfriamiento de la Caridad; pero la Caridad, que en su forma misericordiosa es el único modo de tratar a un preso, aún sin cejar un ardite en la severidad que por la pena justa merezca, no tiene eco público ni prensa seria en la sociedad actual; por lo menos en los medios oficiales.
Lo que no puede dudarse, pues, es que hay en todos estos hechos un característico elemento diabólico, como lo es el odio por todo lo humano, singularizado en el aprovechamiento y el abuso de la desgracia ajena y sello indubitable de la identidad del autor de tantos males: Entonces el dragón se llenó de ira contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella..., Ap. 12, 17.